La vecina se dispone, remonta
las escaleras, se remanga, y echa la ropa tendía en un canasto de caña, recoge
los alfileres -señalaítos los tiene con el cuño de su marca-, baja de nuevo a
su patio donde fechas olvidadas la acechan por los postigos con la memoria por
arma. Invocan la juventud de pasiones inmediatas, cuando la sangre era un río y
el mar la calle y la plaza, cuando lo nuevo era luz y oscuras las telarañas y
sembraba los suspiros por arriates y zanjas.
Sagrario de los lebrillos, altar
de la ropa blanca, pasa por el lavadero,
donde las vecinas charlan y sobrellevan la envidia que la vecina les causa
viendo el son de sus caderas con el compás de su falda. No repara en el vecino
que mira tras la ventana –tienen ojos los visillos, y a veces miran y matan-, ni
le importan los descaros sobre la flor de su estampa, porque ella está más
pendiente de estrellas que de miradas y contempla las veletas cuando giran, cuando
callan, cuando bailan con la lluvia y cuando resecas graznan; brotes de su
pensamiento abren sus velas y zarpan sobre las olas desnudas de su río, mar de plata,
se peinan junto a la torre y se adornan en Bonanza.
Entonándose por tangos, con
versos de telegrama, reconstruye en los carbones la tibieza de la plancha, al
eco de aquellos cantes, delirio de noches largas y al pliegue de los volantes las
risas de las muchachas que hurtaban a sus cinturas el secreto de su danza. En
el cajón de la cómoda hiende praderas sagradas entre ramas de romero y mansas letras
bordadas sobre la humildad del paño de camisones y batas.
Entonces destapa el cofre que
encierra peinas de nácar y un ejército de horquillas vestidas de piedras falsas,
que le saben a domingo y a tardes de
caminata, entre pañuelos de encaje y velos de tardes santas, sermón de un cura
gitano que predicaba en Santana.
Cuando en las tardes de invierno
Febo entrega la cuchara, lleva al rincón de olvido la herida de su nostalgia
para que allí se la coman los dragones de la parca, pone al desnudo los llantos,
los deja sobre una barca que no navegará nunca las mareas de sus lágrimas porque
lleva rumbo fijo: la soledad de su alma.
SOLEDAD Fotografía de Emilio Beauchy (Biblioteca Nacional de España) |
José Luis Tirado Fernández