Que ya era llegado el momento,
que luchar, no merecía la pena.
Y me invitaste a subir a tu barca,
a cubrirme con tu túnica,
un lienzo ligero,
y a portar el farol,
mientras que tú
remabas.
Me prometiste en lo oscuro
el vaivén de los otoños,
lo confuso de la noche
y el fragor de las tormentas.
A soñar hacia atrás,
a escapar de la luz
y a buscar en los túneles la sombra.
Pero olvidaste que el sol brilla
por encima de los parques
y el sonido de sus fuentes,
que a veces atraviesa la fronda
y, fugaz, te deslumbra.
Que pertenezco a un árbol
que sustento y me sustenta,
que existo por su tronco y su corteza
y por su savia me alimento,
que por él sé quién soy
y por quién pregunto,
que las raíces también laten
y los tallos sostienen mi esperanza.
Que soy tierra,
y que a la tierra me debo,
y a mis flores.
José
Luis Tirado Fernández