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viernes, 21 de marzo de 2014

FARID

              El camino de San Juan avanza entre huertas y labrantíos, hasta alcanzar la Vega. Cuando muere y ese llano mar de monte bajo que llaman Tablada, ocre y descolorido, se abre ante el caminante y las caballerías que suelen transitar la vía y que la marcan con sus cascos,  se tiene la sensación no ya de andar, sino de deslizar sus pies sobre una pista vegetal de raso y amable alojamiento. En la orilla, aguardan  barcas que al otro lado envían trastos, chirimbolos y cargas  viejas, devuelven vinos, legumbres secas,  cecinas, o hunden a la mitad del trayecto sueños vanos y esperanzas rotas. El agua todo lo iguala. Es tan antiguo el trajín que a nadie asombra, y tan cotidiano que su ausencia bien podría convertirse en sospecha de algún inconveniente o de un mal suceso.
            Las chumberas escoltan el tránsito, como nimbos verdes que contuvieran el oleaje que las angarillas de las mulas o los vaivenes de los carros desencadenan, y aíslan con sus púas las tentaciones del sendero, que siguen su curso hacia el río, de los frutos y hortalizas, que siguen otro curso diferente, el del  canasto y el mercado. Si llueve, rara vez, los charcos convierten en salpicón la sierpe de su transcurso, e irisan los atardeceres disparando chispas de luz a los ojos de quien circula; los radios de las ruedas enlentecen su giro y el chirrido de sus ejes cambia su tonalidad, sonando más grave. A veces, entre este nublado singular y equidistante, irrumpe alguna zarza o algún enhiesto algarrobo, donde aliviar en épocas de escasez los gruñidos gástricos, alguna flor amarilla, una mata de hinojo o bien de enmarañada esparraguera, que doblegan la hegemonía de sus ovaladas y amenazantes pencas. También emerge a ratos un cercado y una puerta de acceso, construida con palos y alambre de espinos, que aquí la piedra es lejana y diáfano el horizonte. Detrás, desde donde nos sorprende Febo, dejamos la senda de firme y apisonado y el olor a ladrillo y caserío que, curiosamente, nunca tuvo olor de barrio.
            En una de estas huertas, con las herramientas recogidas en su casita de labor, donde una parra de uva blanca despacha su sombra, a la manera de un verde atrio, delante de la puerta, se posa la lentitud de la tarde. Próximo a ella, una noria de encalado brocal que a fuerza de desconchados aparenta los siglos que no tiene, pastorea en sus zócalos algunos sapos de oscura y brillante tez, jaramagos de hoja amarilla que a su amor afloran, y ofrece, con sus cangilones y su constante chorro, la estampa de un tiempo agreste que tiene en el sol su metro y su certeza. Dicen que la noria la inventaron los chinos por necesidad, aunque en realidad parece de procedencia y uso árabe, na‘úra - la que llora-, del que procede el vocablo –cuánta poesía-, ya que el agua al resbalar por ella evoca el llanto en su sonido.
            Si asomamos nuestra curiosidad al interior, donde el viento  convulsiona los harapos que luce el feliz espantapájaros, un zagalote con un camisón blanco churreteado de polvo, calzas cortas hasta la rodilla y alpargatas con la suela de esparto, seca el sudor de su cara con un lienzo picado y amarillento mientras siente el dolor de la faena sobre la dureza de los callos de sus manos. En épocas de lluvia, las tramas de las suelas de su calzado se separan, hinchadas por la humedad, y prefiere trabajar descalzo, hundiendo los pies en la tierra, si no para aliviarse, quizá para sentirla un poco suya, quién sabe si en el limo que se lleva a casa pegado en los pies. Ha colocado las mulas, luego de abrevarlas, bajo la sombra de la centenaria higuera, ha detenido la rotación cuasi eterna de la que arrastra la rueda dentada, y se dispone a beber, colocando las manos bajo el venero. Ha llegado la hora de comer, y antes de retomar la faena, apacienta sus emociones sentado a la fresca humedad que asciende de la intimidad de la tierra, sobre el pretil. Intenta, filosofando, entender la existencia como una larga línea durante la cual se van superponiendo golpes y dichas, mira la mula que tira de la rueda con la única ilusión de alcanzar la zanahoria y advierte que en ella, la hortaliza, se contienen los mismos deseos y apetencias que a él le acompañan desde mucho tiempo atrás y que permanece como motivo final y absoluto de su vida, un grano que no florece por falta de luz, y que esa línea, larga y cruel, es un día interminable porque el sol nunca acaba de ponerse. La monotonía del día a día y de ese castigo bíblico que le obliga diariamente a ver en el tajo la aurora y el ocaso, no logra arrebatarle la ilusión por sacar partido a cada respiro, a cada nuevo abrir de ojos por la mañana o palparse y comprobar el latir de su pecho. Y, sin embargo, ninguno es igual a otro, porque lo decide el vuelo de un gorrión, el roce de una ortiga en la piel o una sonrisa inesperada o devuelta. Su vida es la mayor obra de la creación y a él le toca defenderla del hambre y las enfermedades, como si tuviera la encomienda de una perla única y deseada, un hálito espiritual contenido en el sagrario de su cuerpo.
            Algún día sestea apoyado en el frescor de sus ladrillos, y alguno que otro llora, salpicando con sus lágrimas el agua hasta que el sueño le vence y queda profundamente dormido.
            -No llores más, hermano, parece  decirle el agua.
            El chaval está acostumbrado al rumor de  frases que emerge de aquella boca, y a veces le responde, en el sopor del inconsciente, esperando encontrar alivio en el retumbo de sus respuestas, pintadas en la oscuridad del vano del ingenio.
            -¿Entiendes mis palabras? La primera vez, le estremecieron las voces; luego se fue acostumbrando a un coloquio en el que intercambia con el agua profunda tristezas, dudas y sueños.
            -No me busques, porque no existo, habla con el agua. En principio, fueron susurros; luego, convertida en necesidad de desahogo, la realidad se vistió de caja de Pandora de la que fueron brotando más tarde tiras desgajadas del alma, de válvula de pasiones, de reverbero donde el dolor halló eco, consuelo y bálsamo para sus males.
            -Mi amo era un hombre justo que vivía del comercio y los frutos de esta alquería. Siempre atendió mis suplicas cuando le necesitaba, y a mis padres y hermanos socorrió cada vez que le necesitaron. Frecuentemente, y a su vez, ejerce de paño de lágrimas del duende que habita las profundidades, desde que fueron cruzando intimidades y secretos. Escuchó pacientemente y con delectación la historia de aquel muchacho, hijo menor de una familia cuyo padre trabajaba como capataz de aquella hacienda, en la que vivían.
            -El entonces califa estaba empeñado en que su nombre fuera recordado por las generaciones venideras, desde el principio dio muestras de grandeza de miras; acometió tales obras que hoy, la historia de esta tierra no sería la misma si él no hubiera reinado. Intentaba engrandecer a esta ciudad, llamada entonces  Isbiliya, haciéndola a su vez la capital de Al-Ándalus. Dejó definida y proyectó la mezquita mayor y su alminar, la Buhaira y sus jardines,  remozó las conducciones de agua romanas, construyó muelles y amplió las murallas, y quiso terminar con el aislamiento que suponía el rio grande con el poniente de esta población, mediante una puente de barcas. Llegó a dudar de la evidencia de la conexión mística con aquel joven de la noria, y que a través de los siglos llegó a ser su fiel confidente; incluso pensó haber enloquecido, o tener, cuando menos, delirios que pudieran deberse a los calores y las fatigas producidas por la faena. Pero ¿cómo dar por malo el oro que halló en lugar exacto que le había señalado el espíritu de aquel muchacho?
            -Mi amo me consiguió un buen puesto entre los peones que construyeron aquella pasarela flotante. Todos trabajamos hasta la extenuación, aunque fuimos bien remunerados. Pero un día, durante la tarea, mi suerte cambió y mi vida tomó un giro inesperado. La vi una vez, y ya no pude quitarla de mi pensamiento; a partir de entonces viví para que fuera mía. Había escuchado a sus mayores muchas historias, pero los viejos sólo cuentan viejas historias, y esto que le estaba pasando era demasiado extraño y especial como para compartirlo. En invierno, al calor de las herrerías de la cava, oía antiguos romances de los gitanos que hablaban de aparecidos, de venganzas ultra terrenas, de desgracia, de amores más allá de la muerte… pero no tenía muy claro cómo afrontar lo que le ocurría. Seguían sucediéndose los días y las noches, y dando tragos del búcaro, desgajando algunos racimos de la parra o haciendo autopsias a melones y sandias,  o disfrutando la sombra de la higuera que creció a su vera, siguió las pláticas, ya sin ningún temor o desconfianza, con aquel desconocido.
            -Una noche decidí saltar los muros y llevármela; ella me siguió sin dudarlo, consciente de que su clase social le impedía enamorarse de mí; asumió los riesgos. Nos escondimos aquí, en la hacienda, pero tardaron poco en localizarnos. Me la arrancaron de los brazos, se la llevaron y me dieron muerte; arrojaron mi cadáver al pozo que después fue convertido en noria, y aquí sigo, hasta que tú llegaste para oírme. Bebió con fruición, al escuchar el final de la narración, el agua de aquel caño permanente, deseando con el gesto penetrar en el corazón de aquel infeliz muchacho, y a su vez en una solidaria muestra de amistad a través del tiempo, imprevista y apasionada, convertirse en su alter ego y compartir a la vez su desdicha.

            Le gusta asomarse a la azotea de su casa, desde donde divisa el río. Contempla los veleros atracados en la orilla y las barquillas de cuchara pescando barbos y carpas desde el amanecer, el desembalse del Tagarete, los juncos inclinados cuando los vence la brisa, la torre de enfrente y aquella otra, más alejada, girando su gloria, honra de las veletas, faro de este Flumen Nostrum y las naves que lo surcan. Pero ya no es un muchacho; se solaza en su madurez y apoyado en su bastón, baja algunas noches a la calle de la orilla del río, desde donde, entre suspiros y alguna lágrima, contempla el nuevo paisaje, que asemeja una marina inmaculada y altiva, arrebatada a la obra de algún pintor renacentista, con las precisas líneas de su efigie de hierro, hoy hegemónica, mientras hace memoria de la vieja perspectiva, en la que trece nebulosas sostuvieron, durante casi setecientos años, el sacramento de la unión entre la urbe, ruidosa, molesta, y esta otra orilla de tejas, jaramagos y candiles, puebla feliz en su humildad y la de sus habitantes, hecho de madera, cueros y soga, que añoran el viento y la corriente, lienzo total del devenir de su infancia y de su vida, y adivina entre sus vanos y recovecos al buen musulmán que, en otro tiempo, entregó su honradez y su bondad a los disparates del amor. Farid.

3 comentarios:

  1. Cuánto me recuerda este precioso relato a mi tío Romualdo, cuando de niño me contaba acerca de su trabajo allá por donde los areneros, al final del camino de las Erillas y junto al antiguo y desaparecido, evidentemente, humilde barrio de la Barqueta. Recuerdo también cómo en uno de mis viajes a Córdoba para acompañar en unas visitas al representante que allí teníamos y que era cordobés de pura cepa, y el cual entre otras explicaciones me dijo que aquella noria que está a la orilla del río pegada a la muralla, se llamaba la Al-bolafia y que se usaba para llevar el agua a los baños de la Sultana; en cambio con la llegada de los reyes cristianos, dejó de funcionar porque "nuestra" reina de la época decía que hacía muchos ruido, pero, lo que yo creo es que era un poco guarrilla... Salud

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  2. Soberbio paseo que nos ha permitido caminar, de la mano e histórica pluma de quien dirige este blog.
    Por el camino de San Juan, entre “jaramagos amarillos” hemos llegado donde el mar se hizo ribera; a la Hacienda Valparaíso, donde Zorrilla situó el amoroso encuentro entre Dª. Inés y D. Juan Tenorio.
    En esta transitar hoy más fácil, sin “hundir los pies en tierra y sin roces de ortigas” hemos penetrado en Isbiliya de entonces,
    Con imaginación tomamos una “barquilla de cuchara” y pescamos esas carpas y barbos que se cita en “Farid·”, para atracar junto al “Puente de barcas”.
    Magnifica página, que nos llevó a conocer como era un octavo sacramento de la “unión entre la urbe ruidosa, molesta” de entonces y que de forma sagaz, nos brindó el flamencólogo y poeta de esta página.

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  3. Relato extenso, fácil de seguir y con un trasfondo histórico que transporta al lector a diferentes etapas del acontecer de nuestra ciudad. Tiene su 'pizca' de fantasía para darle mayor verosimilitud. La utilización de vocablos marinos ribereños, bien acomodados en el texto, ilustran a la perfección el relato.

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