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sábado, 30 de agosto de 2014

FRANCISCA Y DIEGO (Primera parte)


            La miraba desde sus ojos de niño, desde esa atalaya de la apatía en que se estaba asentando su conducta con la edad. Pero esa presentida indolencia no podía permanecer en pasividad cuando, desde detrás de los visillos, la veía pasar. Desde luego no podía relajarse, porque Francisca ya había dejado atrás, aunque poco pudo disfrutarlos,  los juegos o caprichos de la infancia, y estaba dejando salir de su interior a la mujer que siempre contuvo y en la que siempre confió, ella misma, en unas exuberantes disposiciones de relieve sensual, carne allí donde convenía, curva y suspiro donde se aprecia, garbo, postín, grácil movimiento de caderas,  libido total para los ojos de un hombre, tormento y ojeras para los sueños de un niño. Inútil, pues, abordar el sofoco de aquella caldera que le hervía dentro del corazón y que estaba a punto de abrirle un cráter en el pecho. O eso era amor o su pubertad le estaba estafando. Ese amor, estreno preferente, fantasía primaveral que todos los debutantes consideramos como el único verdadero y que, luego, la locomotora del tiempo arrolla y hace desaparecer entre sus coronas. Ahora, esa condenada fuerza estaba desplazando su interés por la lectura y el estudio, que alentaba su hermano Modesto, y cristalizaba en sus adentros aquella cálida querencia; se debe dar ese nombre a lo que Diego sentía. Querencia por la frescura y el placer, por lo inesperado y lo apetecible, por lo tierno y lo desconocido, querencia, pues, porque todo en la vida es una pura querencia.
            Algunos días, en la azotea, donde escudriñaba atardeceres, la veía subir con el canasto de ropa recién lavada y su talega de alfileres de madera, acompañada de su hermana Rosarito, que iniciaba al verle una risita con la que intentaba disimular su pudor infantil, mirando hacia otro lado, cada vez que coincidían. Paca cantaba extrañas y retorcidas melodías, que repetía cada vez que se perdía en los melismas, mientras vestía los cordeles de flores estampadas y blancor de sábanas, alzando callejones y pasillos a los que Diego se asomaba para contemplar en la agachadilla el túnel que se abría en el escote y que le causaba estremecimiento desde el sacro hasta la nuca. Pero algo más había podido descubrir cuando, inclinada sobre el lebrillo, acompasaba el compás de la soleá con los apretones sobre el refregador de madera, en el lavadero comunal de la casa, con Diego, a quien pedía compañía en su faena porque temía a las ratas que  frecuentaban aquel lugar de lavandería. Él, claro, siempre estuvo tentado de soltar el tejo en aquel sitio fresco y oscuro, pero al final, la dejaba ir sin haberse atrevido al lance valiente, al ataque audaz, sin haber intentado siquiera el roce casual y sorpresivo. Ella, entre cante y cante, le sonreía, conocedora de las ardientes ínfulas del chaval, que claro, había notado; pero no estaba para quereres, sabía bien lo que quería y luchaba por ello, e intuía lo que estaba por llegar. Bastantes broncas y exabruptos le aguantaba a Maria en Triana -y sus peleas con el ronco-. como para abandonar ahora y echarse en brazos del primero que llegara.
            A colación de la primavera, tendían los marchantes su mercancía sobre las mantas, los jueves temprano. La calle Feria bullía entonces, haciendo llegar los rumores de su algarabía hasta aquella azotea de casa humilde de vecindad, donde habitaban los dos jóvenes. También bullía con más efervescencia la sangre en las venas del niño. Uno de esos jueves, al atardecer, escucharon los vecinos de aquella casa sones de cornetas y tambores. Las vecinas, que ensartaban mariposas junto a la húmeda fragancia de los rosales, soltaron los dedales y las agujas y buscaron lo que anunciaban aquellos clarines, andando hasta la correduría. Cuando llegó Diego ya estaba Paca ocupando su sitio entre el gentío; decidió, al verla sola, ponerse junto a ella. Como esa tarde no tenía que trabajar ni en el despacho del procurador ni en la panadería, había decidido dedicarla al estudio, hasta que la música y las carreras de Francisca hacia la calle le movieron a seguirla. Se acomodó detrás, dejando espacio suficiente para no rozarla, aunque eso era cuestión de tiempo. Tres años de edad le llevaba la mozuela al chaval, pero eso no había sido obstáculo para que él le sacara una cuarta -en lo referente a la estatura- y pudiera mirar por encima suyo el discurrir de los nazarenos. Varios hombres con canastos de asa ofrecían su mercancía; unos, almendras tostadas, arropías o camarones los otros. Cuando se aproximó el primer paso, no andaba el mozo ansioso por contemplar aquel Cristo arrodillado, mirando al cielo, sino más preocupado por colocar una mano en la cintura de su oponente, que no hizo nada por espantar aquel contacto. La lógica natural previno entonces que fueran las dos, una en cada… quiero decir cadera.

(CONTINUARÁ)

Calle Feria, 1900. Impagable foto del archivo del diario ABC. El paso está parado en la esquina de Quintana, y la Cruz de guía se dispone a entrar en Correduría. La droguería de la cuarta casa la conocí, e incluso compré alguna lata en los ochenta. Parece increíble, pero algunas de las casas, muy reformadas, siguen en pie.  Los vecinos sacan las sillas a las puertas de sus casas para ver la procesión. Las señoras se adornan de mantoncillos o chales, los caballeros alternan los bombines con sombreros de ala ancha. Los vendedores ambulantes ofrecen sus delicias al público. Así era la Sevilla flamenca del XIX.


José Luis Tirado  Fernández

            

7 comentarios:

  1. Lo q mas me gusta es cuando dices los de las vecinas rndartando mariposas. Me parece una expresión muy andaluza y muy flamenca

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  2. ¡¡ Cómo me gusta la historia de Francisca y Diego !! pero me ha dejado con la miel en los labios espero la 2ª parte¿ tardará mucho?
    un saludo

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    1. A mí también me ha gustado mucho esta historia, al igual que mi amiga, Antonia.
      Intuyo que la 2ª parte no tardará y podremos deleitarnos todos con esta joyita...

      ¡Magnifico, José Luis!

      Un saludín.

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  3. Bonita la foto, recuerdo una postal de Utrera que me envió mi tío, que fue director de la banda municipal: hace muchos tempos....
    Bueno, Francisca y Diego. Diego y Francisca, me recuerdan muchas cosas. Las peripecias vividas en aquellas edades y que las comprendemos mejor ahora. Ya nos dirás en la 2ªparte supongo; si fue en cada cadera" o no.
    Me a encantado tu historia. Un beso

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  4. Delicioso relato. Has parado el tiempo de tal manera, que he recordado mi tiempo, a esta altura ya de casi la setentena. (Por cierto yo he estado sentadito en el suelo con mi hermana, hace mas de sesenta años esperando ver pasara la Macarena, en el mismo sitio de la foto, con mis padres (q.e.p.d) !Y sin bulla!

    Tu bajista preferido.

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  5. Tierna e inocente historia la relatada en esta primera parte, retrato de una época pretérita que permanece aún en la mente de muchos. Primeros escarceos de un amor limpio que despierta como un volcán latente.
    Bien conseguida la narración.

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