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sábado, 27 de septiembre de 2014

FRANCISCA Y DIEGO (Segunda parte)

            Dicen las voces antiguas que la del viento nunca vuelve, porque el viento no tiene raíces. Diego lo sentía en la cara cuando se asomaba a la Barqueta y en la orilla del rio buscaba despejar la mente de la obsesión por la gitana; observaba cómo cedían al viento los juncos. Y aprendía. Solía ponerse en los alrededores de la alcantarilla. Fabricada en ladrillo, siempre fue el ara pacis de la ciudad, y por su boca de albañal salieron durante muchos años las penas negras de la urbe, encarnadas en orines y mojones; de sus entrañas, de esa hispalensis cloaca mássima de arcaicas épocas, fertilizaba el Guadalquivir los campos y los sembrados y en su bocana aguardaban los albures su alimento. Sus alrededores, siempre frecuentados de busconas y bujarrones, florecían húmedos y bien abonados, y en las piedras que sobresalían, quedaba el chaval, sentado, sintiendo en la cara vientos siempre nuevos.
            Paca era una isla, y no sabía por dónde abordarla; últimamente se había vuelto huraña con él. Ya no subían juntos a la azotea, a descubrir timbres y matices ella, a hervir por dentro a la vista de la carne él, ni se acompañaban en los lavaderos, ni acudían a ver procesiones. Y es que él era un chaval de trece años y ella una mocita de dieciséis, y no tenia porqué darle cuentas. ¿Porqué no atacar mejor a Rosarillo –pensó-, un año mayor que él, o mejor, que se fuera a buscar novia a otra calle? La otra, Josefa, la hermana mayor, venía de visita y hacía aquellos dulces rondeños, que Diego tanto celebraba; obraba el efecto contrario que su hermana, desbarataba la reivindicación de sus hormonas, que le llevaba a sentirse hombre, y recuperaba la ilusión del niño al que comenzaba a renunciar. Cuando la gitana encendía el anafe el aroma del patio era la envidia de los obradores de la calle ancha, a la hora de extender en las bateas los tradicionales pestiños, las tortuosas rosquillas, o aquellas otras empanadillas de cabello de ángel que ella llamaba borrachuelos, que eran de su mano como de su ternura y simpatía.
            Don Nicolás era de  otra pasta. Tenía el rostro de un chusco cuartelero, pero aceitunado y anguloso, como sus hijos. Sabia de las aspiraciones de su hija, y la había escuchado cantar tantas veces, que barruntaba que aquella muchacha podría ser un día el sustento de su vejez, aunque la lejanía funde el cariño, el amor de padre y hasta las querencias, y los kilómetros restañan heridas y recuerdos hasta que la cicatrización es tan profunda que desaparecen. Y así pasó. No se entretenía en contemplar la belleza, sino en descubrir dónde hallar cualquier cosa que llevarse a la boca, tanto bebida, comida como colillas poco apuradas, para devanarlas y extender su contenido al sol con la intención de liar después sabrosísimos cigarrillos. Los niños habían empezado a trabajar de lateros, uno, y de panadero otro, así que gracias a Dios la cosa iba, a veces se atrasaba en los pagos de la renta de la casa, pero en fin, iba.
            De anochecida, venían gitanos de Triana ataviados de fiesta, y mientras esperaban que saliera Paca, hacían compás en el zaguán y hasta se marcaban unos pasos. Sonaban huecas las palmas, quedos los tercios; flores, flecos, volantes, cercaban espacios improvisados, y los varones abrían trincheras en golpes de bastón, liberando de su ánima recónditas ciencias, su herencia. Aquello era auténtico y tenia armadura de verdad entonces, como hoy forma parte del attrezzo. Ella aparecía entonces, acabando de acomodarse el mantoncillo, daba una pataíta y desaparecían, en dirección a los bares de la cercana Alameda, o a los cafés cantantes donde hacían pruebas a cantaores y bailaores que estaban empezando. Siempre volvía con el sol, y a veces, Diego estaba pendiente y la vigilaba.
            Ella, en el fondo, también había sentido algo por Diego, pero era demasiado niño. sentía vergüenza razonable de pensarlo, aunque lo pensaba. Si no se habían tocado nunca, no pudo llevarse la sensación del tacto de sus manos, mas se llevó su fiel mirada, siempre clavada en su escote, y eso siempre le había hecho gracia. Cuando se fue se volvió hacia la puerta que Diego habitaba, pero jamás lloró al irse.
            Diego madrugaba para acudir puntual al despacho; se lavaba la cara en el pilón y se peinaba en un espejo que estaba colgado en el corredor. A la hora de comer, entraba en la casa velozmente, aventando y levantando del suelo en su rodada las cáscaras de alpiste que los canarios dejaban caer desde sus jaulas, con la mirada puesta en la puerta de Paca, pero era su padre, Don Nicolás, el que estaba sentado en una silla recostada sobre la pared. Entonces se le destemplaba el ánimo, aflojaba el paso y buscaba su propia puerta, apartaba la cortina y buscaba lectura.
            Una tarde llegó y supo que Paca estaba en Málaga, donde debutaba ese mismo mes. Diego volvió entonces, decepcionado, abatido, a refugiarse en los estudios, a devorar novelas y libros como quien silba. Llegó a pensar, ante el fracaso con Francisca, que no se hizo la miel para la boca del asno. Nunca se había fijado una meta, pero el porvenir estaba esperándole en la esquina de la gloria. Quién sabe si el día de mañana podría llegar a ser ministro, o a lo mejor Jefe del Estado… sí, quizá eso, mejor,  sería un buen oficio. O quizá no. Ella, él, quizá fuese mejor que sus caminos se alejasen.

José Luis Tirado Fernández


4 comentarios:

  1. ¡¡Precioso final!!! Aunque me deja un regusto de melancolía por lo que pudo ser y no fue, pero reconozco que es más creible que si hubiera sido como yo imaginé.¿ para cuando otro relato tan emotivo? un saludo

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  2. Bonita historia de un apasionado chaval y una cantaora de raza. De fructificar, tal vez hubiese sido hasta el acontecer de España diferente, Ella murió joven, cuando él llevaba varios años afiliado a la Masonería. Llegó a ser Presidente republicano en el exilio.

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    1. Tu perspicacia me alegra, querido Ramón, porque aunque es asequible, conociendo a las personas que aparecen en las fotos de la segunda parte, a casi nadie se le había ocurrido que esta historia estaba basada en personajes reales, coetáneos, y que de hecho, habían convivido en la misma casa, Santa Rufina, 12, de Sevilla, en los estertores del XIX. Claro que sí, ella, una primera figura del cante, rescatadora de los cantes de la Andonda y la Trini, y él, sevillanísimo gigante de la política y la cultura, único Jefe del Estado nacido en la ciudad. Su relación, como dices, de haber fructificado, habría cambiado nuestra historia, la de todos. Humildes ambos, viviendo en una casa de vecinos de renta baja y que pasaron a la historia por sus obras. Un abrazo y felicidades por esa demostración de conocimiento y cultura.

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    2. No tiene mérito. Has dado muchas pistas.

      Enhorabuena y felicidades.

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