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martes, 29 de septiembre de 2015

LEJOS



De lo infalible y de lo absoluto

de las ordenanzas y de las ataduras

de lo inexorable y de lo fanático

de diseños y performances

de sabios y de gurús

de la maledicencia y la envidia

lejos.


José Luis Tirado Fernández

lunes, 14 de septiembre de 2015

DIME QUÉ TE LLEVAS

Una canción para que los niños la metan por rumba. Va por vosotros.

DIME QUÉ TE LLEVAS

Te has ido de noche,
como un forajido que busca en lo oscuro su mejor defensa,
te has ido buscando tu norte en la luna y su pálida estela,
su sombra furtiva como coartada, como compañera.

Te has ido cargada
de orgullo, de rabia, de motivos flacos y sin consistencia,
buscando resuelta al culpable en el mueble viejo que tienes más cerca
y has hallado dentro el espejo limpio donde te miraste, para qué más prueba.

Te vas de vacío,
sin otra valija que la certidumbre de tu propia guerra,
haces bien, amiga, que el tiempo no aguarda, vete cuando quieras,
no vuelvas la cara ni nunca renuncies, el éxito  es sólo de aquel que lo intenta.

EL ESTRIBILLO

Llenaste la alforja
de cosas terrenas,
déjame los sueños
que tú ya no sueñas,
deja los deseos
que no te alimentan,
y contesta antes
de cerrar la puerta
sólo un pregunta:
Dime, ¿qué te llevas?


José Luis Tirado Fernández

martes, 1 de septiembre de 2015

Cantaores desconocidos: EL CIEGO DE SANTA MARINA


                EL PRIMER SUEÑO
                Soñó con ser un pájaro. Nunca había visto ninguno, pero sabía que cantan y vuelan, que recorren las aceras y asaltan a hurtadillas los zaguanes en busca de migajón, y escuchaba en sus leves aleteos –distinguía entre jilguero y gorrión- sus huidas, que coincidían siempre con pisadas o cerrojos que se abren. Apreciaba, en tardes de siesta y silencio, el sonido de sus patitas cepillando los adoquines. Se hacía la idea de cómo podía ser un pájaro, sus formas y su vida, imaginaba en sus nidos el hueco de las manos de Dios, y porque ignoraba lo que es el blanco, idealizaba en la delicadeza de su tacto el soplo del aire vespertino, un mundo amable, pues, sin aristas, sin divisiones, sin heridas, un paisaje de almohadas blandas, que curiosamente abandonaban para exponerse en las calles al ataque de los gatos.
                Cantar ya cantaba, y muy bien, pero volar… eso era algo que sólo se podía soñar. Sabía, si, cantar, y algunas otras cosas; conocía el arriba cada vez que alzaba el brazo y lo extendía al infinito y el abajo cuando algo se le escurría de las manos y tenía que buscarlo a rastras. Delante hacia donde se dirigía cuando alguien le ponía la mano detrás para ayudarle en el camino. Izquierda la que pisa y recorre el mástil, y derecha la que pica y rasguea. Así era su mundo, y le parecía pequeño. Esa noche Morfeo pintó en su mente la inmensidad, algo con lo que ya había soñado, pero en la que ahora se sentía dueño del espacio, de todo el espacio, un ámbito donde el eco no volvía y sin embargo lo inalcanzable estaba a su mano. Nunca supo del cosquilleo del aire en movimiento, del vacío desafiando el peso de su cuerpo, hasta ahora no se había sentido un pájaro, y no quiso ni por asomo renunciar a ese momento.
                Solía estar, por las tardes, acompañando a los devotos de Santa Lucia en su lugar de reunión, una accesoria de la calle San Quintín, la primera casa entrando a la derecha, donde un curioso personaje llamado “Paná”, fabricaba bolsos de señora que luego vendía pregonándolos por la calle. Allí, los cofrades  se reunían, en un tiempo de calma impuesta, luego de casi salir chamuscados de San Julián, iglesia que fue incendiada, refugiarse en torno a un cuadro de la Santa que estaba en Santa Marina y salir por piernas antes de que las llamas, que también devoraron dicho templo, acabaran con el cuadro y con ellos. Ahora, a pesar de la escasez y la necesidad que asolaba España, al menos estaban tranquilos en Santa Catalina y gozaban de aquel sitio de convivencia, donde además el ciego les animaba, con sus cantes, las veladas.

EL SEGUNDO
                Tuvo el segundo sueño durante una siesta; soñaba que los trinos se convertían en copla, que los pajarillos revoloteaban y que Pastora, vestida de ese blanco que ahora presentía, les daba de beber en sus manos. Allí se sucedían los tercios y a dúo con su grácil séquito, surgía la sinfonía prodigiosa de su garganta. Llevaba una corona de rosas, y paseaba por un bello jardín, entre bóvedas de flores. Creyó escucharle una letra de bambera, que decía

Que consuela mis pesares,
no me digas que no vaya
a la bamba alegre, madre,
que a la niña del columpio
yo no la cambio por “naide”.

                Conocía un villancico que cantaba en fechas navideñas, El ciego y la Virgen, que la gente le solicitaba pues le daba un particular empaque, aunque a él le gustaban especialmente los campanilleros que dejó en gramófono Manuel Torre, a quien recordaba haber escuchado muchos años atrás, en el reñidero de gallos que aún seguía existiendo en la acera de enfrente, en la calle Doña María Coronel. Allí despachaban vino; cuando el ciego llegaba, le sentaban en las filas del palenque, para que, entre pelea y pelea, deleitase al personal, a cambio de algunos perros gordos. Como el cantaor jerezano era tan aficionado a esos combates, e incluso poseía algún pollo con el que participaba en las apuestas, fueron muchas las veces que coincidieron. Manuel le escuchaba atentamente; eso le decían los conocidos, pues el ciego no podía verle; otras veces entablaban conversaciones sobre cante. En cierta ocasión le escuchó una letra por siguiriya que se le quedó marcada, y que cantaba a menudo.

Cien llagas mi cuerpo,
y mi sangre agua;
yo vi, mare, que las plagas de Egipto
Dios me las mandaba.

                Le recordaba por su maledicencia, y por lo mal que Manuel encajaba perder el dinero apostado; cuando sucedía, escupía en el suelo, entre reniegos, y luego pisaba el escupitajo repetidas veces. Pero cuando ganaba y bebía para celebrarlo, merecía la pena estar allí para escucharle cantar. El ciego lo había hecho infinidad de veces; ahora, lo hacía en la gramola que un conocido de San Marcos le ofrecía algunas noches de verano, sentados en el patio de su corral.
                Algún cordobés le había contado la leyenda del ciego de Córdoba que gritó al Cristo de las Misericordias y, a cambio, éste le concedió la vista. En otras versiones, se contaba que dio un  golpe de bastón sobre la imagen; pero él nunca lo consideró creíble. El bastón, ya lo tenía; y la oscuridad en sus ojos, pero nunca se había planteado ponerse delante de ningún Cristo y hacer lo mismo; y creer, creía. Pero sus devociones iban mucho más allá de leyendas y habladurías y presumía de sevillano y cofrade. Allí, entre ellos, pasaba tan buenos ratos, que se merendaba las horas sin apenas haberlas degustado. Disfrutaba cuando a la puerta, mientras cantaba, se agolpaban las señoras que salían de las Carmelitas, de misa de ocho, y entregaban alguna moneda, o la legión de niños del vecino corral del convento de La Paz, donde una vecina vendía pelotas de trapo que fabricaba ella misma.

EL TERCERO
                Su tercer sueño, sucedió un domingo por la mañana. Había llovido y notaba que la funda de su guitarra no emitía su particular crujido. Eso ocurría cuando la humedad se apoderaba de los viejos muros de las casas de vecindad, centenarias y desatendidas por la propiedad, e inundaba las maderas y los entresijos de muebles y otros utensilios con su sereno rocío. Caminó, siguiendo la senda de vacío que le anunciaba su bastón, hasta la accesoria de “Paná”; allí, le habían citado sus compañeros de devoción, y allí estaban. Fueron todos a la iglesia a escuchar misa; el ciego notaba un gran revuelo entre sus compañeros. Una señora muy importante, según escuchaba, y su marido, muy devotos de Santa Lucía, fueron sentados en sitio preferente en la ceremonia. Luego, cuando acabó, le invitaron a una casa cercana, hasta donde el matrimonio les acompañó, para tomar un aperitivo.
                El dueño de la casa  les recibió y les hizo pasar a una estancia donde tomaron asiento, casi todos, ya que acudieron en gran número.  Todo comenzó con una entretenida tertulia,  en la que el casero no dejaba de intercalar chistes y anécdotas. Luego le solicitaron al ciego alguna copla, algún cante. Desnudó su sonanta y acometió un romance antiguo, poco divulgado, que le fue muy aplaudido. La señora se levantó para felicitarle y le besó en la mejilla. –Gracias, muchas gracias a todos. El anfitrión le pidió la guitarra, interesándose por su fecha y fabricante.
                 -¿Puedo tocarla?
                -¡Claro, amigo, ahí la tiene!, respondió.
                El hombre tanteó el clavijero, la dejó perfectamente afinada y comenzó a sacarle notas. Pero aquel no era un guitarrista cualquiera. El ciego notó de inmediato, que aquellos dedos, que aquellas manos, estaban dotadas de una sensibilidad especial, mágica, única. No adivinaba aún de qué guitarrista podría tratarse, pero le sonaba a algo que había escuchado en gramófono y se llamaba algo así como ¿gitanería…?. En ese pensamiento andaba cuando la realidad le condujo a una sorpresa aún mayor. La señora se dispuso a hacer un cante, y acompañándose a golpes de nudillo sobre el hule de la mesa, entonó unas peteneras que dejaron helado al invidente. Aquella que cantaba, no podía ser, pero era… La Niña de los Peines. Ya había escuchado a alguien llamarla Pastora. Y el guitarrista, ¡claro! El Niño Ricardo. Y aquella, su casa. Y por supuesto el marido de la señora… Pepe Pinto. Creía que iba a levantarse levitando, pero aquel cante y aquel toque le tenían anclado y bien anclado a la tierra y a los sucesos. ¿Cuándo volvería a estar en semejante compañía?
            Pepe se levantó con una copa en la mano y solicitó silencio.
            Señoras y señores, quiero que sepan ustedes que hoy es doce de Enero, y que es el aniversario de nuestra boda; precisamente uno de los testigos fue Manuel, que tan gentilmente nos ha invitado a esta comida tan exquisita. ¡Un brindis por nuestro matrimonio! Allí, entre vivas y oles, muchos cantes, chistes, risas, arpegios, el ciego de Santa Marina volvió a palpar el barniz de su fiel compañera y la agarraba tan fuerte como quería abrazar el momento. Pero todo pasó tan pronto para él…
                Al despedirse, Pastora volvió a besarle, e intentando que no se diera cuenta, le metió unos billetes en el bolsillo. El quiso devolvérselos, pero Pastora insistió; le prometió a la Niña que los destinaría al cepillo de Santa Lucia. Como se había hecho tarde, le acompañaron hasta su casa. Allí, luego de desnudarse y hacer sus oraciones, se acostó, aunque no podía coger el sueño. Quería dormir a ver si se repetía la quimera; estar con Pastora, oírla cantar, hablarle, disfrutar con los recitados de Pepe, con la sabiduría de Manuel Serrapi, su toque, su genialidad. Pero aquella noche no era noche de dormir.
                Lo hizo al día siguiente, más cansado y aburrido; y durmió muchas noches después. Sucedieron cosas, lluvias, amaneceres, aunque él fijó su pensamiento en aquel doce de enero en que pudo conocer el mundo de los pájaros, sus sensaciones, su vuelo, sus nidos. Aquel día imaginado en el que creyó poder ver y  en que reparó que había dejado de tener sueños.

P.D. Por la transmisión, mi agradecimiento a Don Francisco Pastor Díaz, quien me hizo conocer a este cantaor y sus vivencias.

Y por mi parte, la satisfacción de haber podido apuntar, entre realidad y ficción, sospechas y vanidades, abriendo bien el oído, este relato, aunque es muy difícil crear este tipo de historias  de personas sin vista sin escribir la palabra luz.

Diario ABC Santa Lucía



José Luis Tirado Fernández