EL PRIMER SUEÑO
Soñó con ser un pájaro. Nunca
había visto ninguno, pero sabía que cantan y vuelan, que recorren las aceras y asaltan
a hurtadillas los zaguanes en busca de migajón, y escuchaba en sus leves
aleteos –distinguía entre jilguero y gorrión- sus huidas, que coincidían
siempre con pisadas o cerrojos que se abren. Apreciaba, en tardes de siesta y
silencio, el sonido de sus patitas cepillando los adoquines. Se hacía la idea
de cómo podía ser un pájaro, sus formas y su vida, imaginaba en sus nidos el
hueco de las manos de Dios, y porque ignoraba lo que es el blanco, idealizaba
en la delicadeza de su tacto el soplo del aire vespertino, un mundo amable, pues,
sin aristas, sin divisiones, sin heridas, un paisaje de almohadas blandas, que
curiosamente abandonaban para exponerse en las calles al ataque de los gatos.
Cantar ya cantaba, y muy bien,
pero volar… eso era algo que sólo se podía soñar. Sabía, si, cantar, y algunas
otras cosas; conocía el arriba cada vez que alzaba el brazo y lo extendía al
infinito y el abajo cuando algo se le escurría de las manos y tenía que
buscarlo a rastras. Delante hacia donde se dirigía cuando alguien le ponía la
mano detrás para ayudarle en el camino. Izquierda la que pisa y recorre el
mástil, y derecha la que pica y rasguea. Así era su mundo, y le parecía
pequeño. Esa noche Morfeo pintó en su mente la inmensidad, algo con lo que ya
había soñado, pero en la que ahora se sentía dueño del espacio, de todo el
espacio, un ámbito donde el eco no volvía y sin embargo lo inalcanzable estaba
a su mano. Nunca supo del cosquilleo del aire en movimiento, del vacío desafiando
el peso de su cuerpo, hasta ahora no se había sentido un pájaro, y no quiso ni
por asomo renunciar a ese momento.
Solía estar, por las tardes,
acompañando a los devotos de Santa Lucia en su lugar de reunión, una accesoria de
la calle San Quintín, la primera casa entrando a la derecha, donde un curioso
personaje llamado “Paná”, fabricaba bolsos de señora que luego vendía
pregonándolos por la calle. Allí, los cofrades
se reunían, en un tiempo de calma impuesta, luego de casi salir
chamuscados de San Julián, iglesia que fue incendiada, refugiarse en torno a un
cuadro de la Santa que estaba en Santa Marina y salir por piernas antes de que
las llamas, que también devoraron dicho templo, acabaran con el cuadro y con
ellos. Ahora, a pesar de la escasez y la necesidad que asolaba España, al menos
estaban tranquilos en Santa Catalina y gozaban de aquel sitio de convivencia,
donde además el ciego les animaba, con sus cantes, las veladas.
EL
SEGUNDO
Tuvo el segundo sueño durante una
siesta; soñaba que los trinos se convertían en copla, que los pajarillos
revoloteaban y que Pastora, vestida de ese blanco que ahora presentía, les daba
de beber en sus manos. Allí se sucedían los tercios y a dúo con su grácil
séquito, surgía la sinfonía prodigiosa de su garganta. Llevaba una corona de
rosas, y paseaba por un bello jardín, entre bóvedas de flores. Creyó escucharle
una letra de bambera, que decía
Que consuela mis pesares,
no me digas que no vaya
a la bamba alegre, madre,
que a la niña del columpio
yo no la cambio por “naide”.
Conocía un villancico que
cantaba en fechas navideñas, El ciego y la Virgen, que la gente le solicitaba
pues le daba un particular empaque, aunque a él le gustaban especialmente los
campanilleros que dejó en gramófono Manuel Torre, a quien recordaba haber
escuchado muchos años atrás, en el reñidero de gallos que aún seguía existiendo
en la acera de enfrente, en la calle Doña María Coronel. Allí despachaban vino;
cuando el ciego llegaba, le sentaban en las filas del palenque, para que, entre
pelea y pelea, deleitase al personal, a cambio de algunos perros gordos. Como
el cantaor jerezano era tan aficionado a esos combates, e incluso poseía algún
pollo con el que participaba en las apuestas, fueron muchas las veces que
coincidieron. Manuel le escuchaba atentamente; eso le decían los conocidos,
pues el ciego no podía verle; otras veces entablaban conversaciones sobre
cante. En cierta ocasión le escuchó una letra por siguiriya que se le quedó
marcada, y que cantaba a menudo.
Cien llagas mi cuerpo,
y mi sangre agua;
yo vi, mare, que las plagas de Egipto
Dios me las mandaba.
Le recordaba por su
maledicencia, y por lo mal que Manuel encajaba perder el dinero apostado;
cuando sucedía, escupía en el suelo, entre reniegos, y luego pisaba el
escupitajo repetidas veces. Pero cuando ganaba y bebía para celebrarlo, merecía
la pena estar allí para escucharle cantar. El ciego lo había hecho infinidad de
veces; ahora, lo hacía en la gramola que un conocido de San Marcos le ofrecía
algunas noches de verano, sentados en el patio de su corral.
Algún cordobés le había contado
la leyenda del ciego de Córdoba que gritó al Cristo de las Misericordias y, a
cambio, éste le concedió la vista. En otras versiones, se contaba que dio
un golpe de bastón sobre la imagen; pero
él nunca lo consideró creíble. El bastón, ya lo tenía; y la oscuridad en sus
ojos, pero nunca se había planteado ponerse delante de ningún Cristo y hacer lo
mismo; y creer, creía. Pero sus devociones iban mucho más allá de leyendas y
habladurías y presumía de sevillano y cofrade. Allí, entre ellos, pasaba tan
buenos ratos, que se merendaba las horas sin apenas haberlas degustado.
Disfrutaba cuando a la puerta, mientras cantaba, se agolpaban las señoras que
salían de las Carmelitas, de misa de ocho, y entregaban alguna moneda, o la
legión de niños del vecino corral del convento de La Paz, donde una vecina
vendía pelotas de trapo que fabricaba ella misma.
EL
TERCERO
Su tercer sueño, sucedió un
domingo por la mañana. Había llovido y notaba que la funda de su guitarra no
emitía su particular crujido. Eso ocurría cuando la humedad se apoderaba de los
viejos muros de las casas de vecindad, centenarias y desatendidas por la
propiedad, e inundaba las maderas y los entresijos de muebles y otros
utensilios con su sereno rocío. Caminó, siguiendo la senda de vacío que le
anunciaba su bastón, hasta la accesoria de “Paná”; allí, le habían citado sus
compañeros de devoción, y allí estaban. Fueron todos a la iglesia a escuchar
misa; el ciego notaba un gran revuelo entre sus compañeros. Una señora muy importante,
según escuchaba, y su marido, muy devotos de Santa Lucía, fueron sentados en
sitio preferente en la ceremonia. Luego, cuando acabó, le invitaron a una casa
cercana, hasta donde el matrimonio les acompañó, para tomar un aperitivo.
El dueño de la casa les recibió y les hizo pasar a una estancia
donde tomaron asiento, casi todos, ya que acudieron en gran número. Todo comenzó con una entretenida tertulia, en la que el casero no dejaba de intercalar
chistes y anécdotas. Luego le solicitaron al ciego alguna copla, algún cante. Desnudó
su sonanta y acometió un romance antiguo, poco divulgado, que le fue muy aplaudido.
La señora se levantó para felicitarle y le besó en la mejilla. –Gracias, muchas
gracias a todos. El anfitrión le pidió la guitarra, interesándose por su fecha
y fabricante.
-¿Puedo tocarla?
-¡Claro, amigo, ahí la tiene!,
respondió.
El hombre tanteó el clavijero,
la dejó perfectamente afinada y comenzó a sacarle notas. Pero aquel no era un
guitarrista cualquiera. El ciego notó de inmediato, que aquellos dedos, que
aquellas manos, estaban dotadas de una sensibilidad especial, mágica, única. No
adivinaba aún de qué guitarrista podría tratarse, pero le sonaba a algo que
había escuchado en gramófono y se llamaba algo así como ¿gitanería…?. En ese
pensamiento andaba cuando la realidad le condujo a una sorpresa aún mayor. La
señora se dispuso a hacer un cante, y acompañándose a golpes de nudillo sobre
el hule de la mesa, entonó unas peteneras que dejaron helado al invidente.
Aquella que cantaba, no podía ser, pero era… La Niña de los Peines. Ya había
escuchado a alguien llamarla Pastora. Y el guitarrista, ¡claro! El Niño
Ricardo. Y aquella, su casa. Y por supuesto el marido de la señora… Pepe Pinto.
Creía que iba a levantarse levitando, pero aquel cante y aquel toque le tenían anclado
y bien anclado a la tierra y a los sucesos. ¿Cuándo volvería a estar en
semejante compañía?
Pepe se levantó con una copa en
la mano y solicitó silencio.
Señoras y señores, quiero que
sepan ustedes que hoy es doce de Enero, y que es el aniversario de nuestra
boda; precisamente uno de los testigos fue Manuel, que tan gentilmente nos ha
invitado a esta comida tan exquisita. ¡Un brindis por nuestro matrimonio! Allí,
entre vivas y oles, muchos cantes, chistes, risas, arpegios, el ciego de Santa
Marina volvió a palpar el barniz de su fiel compañera y la agarraba tan fuerte
como quería abrazar el momento. Pero todo pasó tan pronto para él…
Al despedirse, Pastora volvió a
besarle, e intentando que no se diera cuenta, le metió unos billetes en el
bolsillo. El quiso devolvérselos, pero Pastora insistió; le prometió a la
Niña que los destinaría al cepillo de Santa Lucia. Como se había hecho tarde,
le acompañaron hasta su casa. Allí, luego de desnudarse y hacer sus oraciones,
se acostó, aunque no podía coger el sueño. Quería dormir a ver si se repetía la
quimera; estar con Pastora, oírla cantar, hablarle, disfrutar con los recitados
de Pepe, con la sabiduría de Manuel Serrapi, su toque, su genialidad. Pero
aquella noche no era noche de dormir.
Lo hizo al día siguiente, más
cansado y aburrido; y durmió muchas noches después. Sucedieron cosas, lluvias,
amaneceres, aunque él fijó su pensamiento en aquel doce de enero en que pudo
conocer el mundo de los pájaros, sus sensaciones, su vuelo, sus nidos. Aquel
día imaginado en el que creyó poder ver y en que reparó que había dejado de tener
sueños.
P.D.
Por la transmisión, mi agradecimiento a Don Francisco Pastor Díaz, quien me
hizo conocer a este cantaor y sus vivencias.
Y por
mi parte, la satisfacción de haber podido apuntar, entre realidad y ficción, sospechas
y vanidades, abriendo bien el oído, este relato, aunque es muy difícil crear
este tipo de historias de personas sin
vista sin escribir la palabra luz.