A veces, en las idas y venidas
de esta época, el trasiego de reuniones, pregones, saetas, en una ciudad
agitada por sus propios pulsos y en la cual se me antoja imposible, como un
hecho y no como una frase, desplazarse en coche a todo cuanto se produce, cual
un Manuel Torre a lomos de su borrico, voy en mi burrita de cuatro tiempos,
tarareando lo que a continuación voy a largar.
También,
a veces, se me ocurre una idea, un giro, una letrilla, que apunto sin aparcar
siquiera antes de entrar en el lugar, como el que me aconteció el pasado
viernes:
El que mira y el que ve
son dos cositas distintas,
el que ve no se entretiene
y se entretiene el que mira.
La usé como macho del
martinete de una saeta por siguiriya que canté en el Lar Gallego, durante un
pregón que pronunciaba un amigo mío y hermano de devoción, que por cierto con
el frío acumulado en el trayecto, me costó mucho trabajo, pues la garganta
parecía negarse a la obediencia debida. Era ésta, ya cantada en otros eventos y
que compuse en los noventa, al misterio de las Siete Palabras:
Antes de que se abriera
el velo del templo,
quiso con siete palabras
escribir su testamento,
y puso mi Cristo sus ojos
en tu carita, Remedios.
Lo curioso es que el sábado, en otro
trayecto motorizado hacia un pregón que pronuncié para la Asociación de
mujeres “Tres estaciones”, se me vino esta otra, que pienso aprovechar para
algunos de los actos que me quedan,
Ay, Señor de la Salud,
mírame, pare bendito,
quítame estas ducas negras,
que yo no las necesito.
Y aunque sea un poco borde y/o
irreverente, me resultó graciosa y ahí la dejo, y no descarto cantarla la
semana próxima. Y en lo alto de la moto, también se me ocurrió una solearilla
No es por pudor ni vergüenza
lo que esa mujer se tapa,
que debajo del vestío
van las costuras del alma.
José Luis Tirado Fernández