ALZEIMER
A
veces me reconoce. Hunde el taladro de su mirada de niño -ayer de indomable
bravura-, en mis ojos, revolviendo la herida que desde hace ya años llevo en
las entrañas, esa que me abrasa como un rayo. Después sonríe. -¿Qué? -Ya ve
usted, pues muy bien, aquí… tirando… Ha puesto Dios una piedra muy dura en el
camino, parece que es El mismo quien nos invita a dudar de su existencia, quien
intenta convencernos de ello. Mi padre es afortunado, aunque él no lo sepa; ni sabe
eso, ni muchas otras cosas. Cuenta con el apoyo y la firmeza de sus hijos,
puede parecer irónico, pero él no lo sabe. Otra fortuna, aunque él tampoco
tenga noción de ella, ni de la suerte de tenerla, es mi hermana.
ELLA
No
cambia el tiempo presente por cualquier pasado radiante, ni las aflicciones
cotidianas por las risas de otros instantes. Mejor, en la complacencia de los
suyos, tira p´alante con Dios y ayuda sin saber a veces de dónde sacar las
fuerzas; sin dejar de dar la cara a la enfermedad de su marido y su hijo, carga
a la espalda, sin saber quizás de la admiración
y el respeto que los demás le profesamos, con ese pesado fardo de tanta
y tanta fatalidad concentradas en una misma alma. Ha renunciado a su vida por
entregarla a sus padres; esta mujer, esta Agustina de Aragón de nuestro tiempo,
nuestra heroína particular y grande, tiene dos cojones. Antes de entregarlos a
una institución, sería capaz de juntar Roma con Santiago, y aunque se rasguen
las velas, no deja de gobernar, unas veces rezando y otras maldiciendo, pero
siempre hacia adelante. De noche, acuesta primero a mi madre, con la ternura de
los cachorros; luego, acaricia el pelo al viejo y lo acuesta junto a ella,
arropándole y entregándole el beso más puro y límpido del universo. Entonces se
siente feliz, y como digo, no cambia este tiempo por ningún otro.
MADRE
Quizá
nuestra madre, que de cintura pa´rriba está como una niña, sea la que esté
padeciendo más el capricho de este destino que a veces nos vuelve locos. Pero
no habla, no se pronuncia. Como un anacoreta, lleva su pena más allá del
alcance del sufrimiento de los suyos y calla. Su lucidez no le permite lo contrario.
Huye hacia adelante sin dar opción al desvarío. Esto es lo que hay y así nos lo
vamos a comer. A veces se queja un poco más de la cuenta como medida preventiva
de nuestra pereza por atender sus necesidades, pero las tiene cubiertas, y bien
cubiertas. Y nada más.
AYER
Le
llevamos del brazo, suavemente, abriéndole el camino, marcándole el paso y
procurando dar a su existencia los pocos deleites que sabemos pueden quedarle,
un espejo presencial donde nos miramos, quizá devolviéndole el reflejo de
aquellas tardes de paseo y helado, o las de Domingo de Ramos en el Altozano esperando
a la Estrella, o aquellas otras de pasión, cuando de la mano nos llevaba al gol
sur, cerca de la curva donde ponían los carritos de los minusválidos, junto al
córner, donde a veces nos llegaban los rebotes de balón de Achúcarro, o tantas
mañanas de feria y jamón en las casetas del Prado, o las excursiones al campo, nostalgias
de columpio y Vespa, retazos de un tiempo que dormita entre las páginas de un
álbum, o en el fondo límpido del sosiego de sus ojos.
HOY
Sostenemos
su condición como una norma de vida, fiel patrón de lo que creemos justo según
nos lo hizo ver y entender. Vive, y estará vivo siempre, porque su corazón permanecerá
en nosotros y así no se muere nunca. Después lo heredarán estos más chicos.
Quizá no
sepan de dónde les vino, ni dónde mamaron esos sentimientos, y su recuerdo será
una línea en los gruesos tomos de la memoria, pero nos complace hoy saber que
los gozarán mañana, y mandamos al carajo las dudas del presente
Si
la vida da, la vida quita. El mal puede llevarse sus recuerdos, pero jamás su
carácter ni su bondad, ni aquella dulzura con la que recordamos a mi padre los
que le queremos. Pena que todo eso lo hayamos perdido aunque siga junto a
nosotros. Pero no importa; sigue siendo él, y eso es lo que ni la naturaleza,
ni siquiera ya Dios, podrán arrebatarnos, su recuerdo de padre y de amigo, su
integridad y su letra. Ni su sonrisa, incluido ese hoyito que tenemos marcado
todos los hermanos en la mejilla al sonreír y que es marca de la casa. Gloria.
José Luis Tirado Fernández
Precioso y emotivo relato de una realidad latente y viva. Apostasía de la íntegridad del ser humano y muestra del indestructible y perenne amor.
ResponderEliminarHoy me has hecho llorar pero te perdono, trasteando en tu blog he dado con esta entrada y su título me hizo creer lo que era, la queja de un hijo que ve como su padre ya ni siquiera le reconoce.
ResponderEliminarYo he pasado también ese calvario y al igual que tu
tuve el con
Perdona no se como se me ha ido el comentario, pero te decia que en casa tuvimos el consuelo de atenderlo contodo el amor del mundo mientras el me decia "gracias señora, un abrazo muy fuerte para ti y tu familia
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