Para Ramón Gómez del Moral
Esta
historia viene de lejos, de un tiempo en el que comer era un hecho fortuito y, por
provocar esa posibilidad, se hacían cosas asombrosas. Llenar el buche era un
listón cuyo desbordamiento era el goce y la satisfacción del ansia de a veces,
varios días.
El
hambre le ha dado tantas páginas a las letras como golpes dan las olas en las
rocas una noche de tormenta. Y cuántas picardías ha levantado el hambre. Desde
las uvas de Lázaro prosiguieron la estela y rondaron, husmeando con las de Caín
los pucheros que hierven tantos miles de
famélicos; que el cuerpo de la literatura no tendría esqueleto si sus hijos no hubieran tenido la oportunidad
de narrar sus cuitas. Desde antiguo, hasta el siglo de oro, hasta las hambrunas
provocadas por los conflictos bélicos, hasta la posguerra de los cuarenta en
España, cuántas líneas, cuánta tinta, cuántas lágrimas. Y lo curioso es que
siempre nos lo hemos tirado a risa.
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Herejía en la cocinilla de mi madre. Era muy aficionado a los guisos, incluso tenía una receta de arroz con tomate y cuando nos reuníamos para la fiesta, se encargaba él personalmente de hacer la comida. Es curioso comprobar cómo las cocinas en aquel tiempo tenían cerradura, porque eran accesibles desde el patio del corral y había que defenderlas. Podemos ver la llave puesta. Y es que la comida en aquel tiempo era una cosa muy seria.
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SE VENDEN PASTELES
Los
trenes de aquella época no eran muy cómodos, asientos de madera, traqueteo,
carbonilla, pero era lo que había y la única forma de llegar a los pueblos un
poco lejanos a la urbe, ya que a los cercanos se llegaba fácilmente en
bicicleta. Nos referimos a los principios de los años cincuenta, cuando España
comenzaba a salir de las hambrunas a que fue sometida por la autarquía del
franquismo, fechas que supusieron la secuela de aquel sin sentido. En un tiempo
en el que abundaban más los piojos que los garbanzos, no debe resultar
inverosímil que un simple pastel fuera asunto de los sueños de millones de
españoles
Nunca
me contaron dónde compraban los pasteles, pero yo supongo que en los mismos
pueblos en que los vendían. Usaban canastos de caña al estilo de los que usaba
Emilio el de los mariscos. Herejía me contaba cómo iban los dos un buen día
cargados con dos canastos llenos de pasteles; mientras él pedaleaba, mi padre
iba detrás en el trasportín, hasta que
el cansancio le hizo quedarse dormido. Cuando se dio cuenta, frenó, comprobando
que había dejado caer por el camino la mercancía. Además de vender, canasto en
mano, por las casetas, organizaban rifas a la hora de más afluencia de público,
en las que el premio era el canasto entero. Iban vendiendo participaciones en
forma de cartas de la baraja española, para, finalmente, proceder al corte y ¿entregar
el premio? Hasta ahí podía llegar la broma. El naipe premiado jamás había sido
vendido. Esos pasteles eran vueltos a rifar, o se vendían en la próxima feria.
Cuando se ponían duros, los sumergían en agua con azúcar, los oreaban y vuelta a
empezar. Tiempos.
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En esta, de mediados de los cincuenta, está mi tío Juan, en el centro, en la feria de Benacazón. Detrás de ellos, puede leerse: "Pasteles a 1´00 peseta" |
TE CAMBIO UNA SOTA POR UNA BULERIA
El
de las cartas era mi padre. Siempre las dominó a la maravilla, y no
precisamente eran cartas de amor. Lo he visto en la escalerilla, siendo yo
pequeño, ir desplumando a varios golfillos
de la plazuela, hasta que de uno en uno, se iban retirando. Durante sus visitas
a los pueblos para buscarse la vida, solían también jugar partidas de cartas,
con apuestas monetarias, claro que sí. Su juego favorito era el giley, que
permite una serie de rondas de envite, hecho que permite a los más aventajados
“meter” en apuestas sin interés a los demás, para ir minando poco a poco sus
bolsas. También hacían un juego al que ellos llamaban el “cané”, y que se
jugaba mucho en la cava de los gitanos, pero ahí no llego yo; ni siquiera sé si
es un juego de envite, aunque supongo que sí. Me contaban los mayores de mis
mayores, es decir, de ellos mismos, que se entendían no sólo con mirarse, sino
en la forma en que respiraba el otro en cada una de las situaciones que iban
viviendo. Herejía intentó sin éxito enseñar bailar a mi padre; de lo que estoy
seguro, eso sí, es que José sí aprovechó las enseñanzas lúdicas de su amigo.
Una
noche, tras una buena venta y la relajación propia del deber cumplido, entablaron
en una caseta una partida con un gitano que también buscaba la vida de feria en
feria, pero la carta que le tenía que venir al caló nunca llegaba –para eso estaba
allí mi padre- y el final fue un “alégrame el día” en el cual Herejía metió a su “primo” de cabeza dentro
de un barril de agua que allí había, desatendiendo los consejos de mi bato que
intentó, o eso me dijo, evitarlo. Incluso le ayudó a salir, impidiendo que se
ahogase. Tampoco sé si se lo agradeció, aunque presumo que no. Otro que se
quedó buscando el naipe. Y mojado.
José Luis Tirado Fernández