Fue
en la lejanía de la infancia. Quizá por mi edad no debería recordarle, pero le
recuerdo. Igual que recuerdo los carros de mulas que transportaban la arena o
los ladrillos a las obras, o la escalera larga con ruedas que usaban los trabajadores
de Sevillana para cambiar las bombillas de los viejos faroles de lata que
colgaban, en el centro de la calle, de un cable trabado a una y otra pared, los
organillos de manivela que sonaban en la estación de Córdoba, delante del Bar
Piano, o los quinqués que la abuela guardaba “por si acaso”, con su petróleo incluido.
No,
quizá no me corresponda recordarlos, pero los recuerdo. Formaban parte de ese
lienzo que eran Sevilla y mi barrio y nadie se preocupaba o se ocupaba de
ellos, ni de sus cosas. Alguna foto
ocasional, algún recuerdo en la página amable y gratificante de Emilio Jiménez,
y poco más. Y yo, infeliz de mi, cuánto daría por sumergirme siquiera una hora,
un rato, en aquel ambiente, ungirme la piel con los suspiros de sus calles, con
el olor a hornilla, a alhucema, a humildad.
Cuando
le cuento a mis hijas que no teníamos cuarto de baño, creen que yo me crié en
un país africano, o en la India. No. Era aquí, hace poco más de cuarenta años.
Ni cuarto de baño, ni muchas cosas de las que hoy no podemos prescindir. A los
corrales llegaron las hornillas de gas, los cables de 125 voltios y alguna que
otra lavadora que venía a sustituir al lebrillo y el refregador de madera,
suplicio y pesadilla de las amas de casa de la época. A los niños nos bañaban
en aquellos añorados baños de zinc que estaban soldados con estaño. Del trote
de llenarlos y meternos dentro para lavarnos con agua templada, de nuestros
juegos durante el baño, de limpiarlo, colgarlo, etc.…, solían irse las
soldaduras y el agua se salía un poco al principio y si no se remediaba, se
formaba un agujero importante por donde se iba toda el agua. Cuando la
situación era crítica, llegaba él.
Venía
con el cigarrillo en la comisura de los labios, a veces apagado. Sobre el
hombro, su cajita de herramientas, posiblemente fabricada por él mismo, de
madera y con una correa que se colocaba en bandolera. En la mano izquierda, lo
que aparentaba ser una gran cafetera, pero que era toda una fragua en
miniatura, con una boca hecha en la base por donde se metía el carbón, y que
traía colgando de la mano mediante un asa metálica.
¡Niña,
el latero! En una dulce letanía, recitaba la multitud de cacharros que admitían
el estaño en sus heridas. Desplegaba en medio del patio los útiles de su oficio
como si tuviera fijado allí su taller de diario, sacaba el carbón de una talega
y lo prendía entre humos de antaño con un soplillo de pleita. ¡Cuándo volveré a
ver esta ceremonia! Cuando el carbón enrojecía, sacaba un soldador que
asemejaba un martillo con un solo macho en punta que tenía un mango de madera
por donde lo cogía y lo metía entre las brasas hasta que su viveza era capaz de
derretir las barras de estaño y fijarlo sobre las grietas.
Algunos
vecinos le encargaban jarrillos de lata, que fabricaba con latas de conserva
usadas, claro, a las que colocaba un
asa, y cuyo resultado era una especie de lo que hoy conocemos como “mug” en
versión metálica. También me resulta difícil explicarle a mis descendientes que
en aquella época el poder adquisitivo de los jornaleros era tal que la compra de
estos utensilios era un verdadero lujo que no se podían permitir. Además los
llevaba ya fabricados y los ofrecía a las vecinas a un módico precio. Como
tradición, se siguen usando en Semana Santa para dar de beber a los costaleros.
Un vestigio de lo que fue aquel tiempo.
Y
yo, de nuevo, en una absurda sed de aquellos años, metido en aquel corral,
bebiendo hasta los posos de aquellas latillas que forjaron nuestra esencia, la exquisitez
bendita que nos enaltecía; salir a mi calle, ceder el paso en la acera a los
viejos, ofrecer los buenos días o las buenas tardes como regalo a las personas
que uno se iba encontrando, sonreír a los vecinos, agachar humildemente la
cabeza cuando una persona mayor se dirigía a nosotros, o despertar bruscamente de
ese ensueño y encontrarme en esta acera; sí que ando listo. Eso, soñar aquel cosmos,
o comerme la cruda realidad de un mundo hostil y desconfiado, un sitio donde
todos van contra todos, y vivir como vivimos encerrados en nosotros mismos, en una
loca carrera hacia ninguna parte, en una tierra que exhibe heridas tales, abiertas
en la bondad y en la conciencia de la gente que lo habita, que ya, ni el
ilustre estaño del latero podría sanar.