La juventud ya te advirtió de lo que había cuando la Guardia
Civil te esposaba en el caminito de albero por no adecuarte a la
norma; otros se comieron la nata y no te dejaron rebañar el plato, subieron al
lomo de la fortuna, dejando a tu alcance una camiseta colgada de un tendedero y un terraplén
resbaladizo. Han reducido tus sueños a un chabolo telarañoso y una cerveza diaria.
La peor de las cárceles es la que llevamos dentro, la que impone
el desánimo y la duda. Poca heredad fue pillarla a cambio de un bolso al rojo vivo; que si una abrasa y no
enriquece, envilece y destruye la
primera. Al sonar el cañón de la derrota debiste escuchar campanas de
gloria y fueron entonces los quebrantos, pero era la derrota quien sonaba. Una
vez tuviste un amigo, no sé si le recuerdas. Te visitaba en prisión y te
llevaba abrigos forrados de borrego para que no pasaras frio en el patio. A
menudo te lanzaba desde la calle, por encima de las altas vallas, latas
rellenas de licor para que aliviaras las horas interminables ahogándolas con la
borrachera. ¿Cómo… cómo era aquello? Ah, si… te caía al lado y acudían en
tropel para cantar la sema. ¡Un botón rojo! ¡Un palillo en cruz! Cada uno
esperaba su latita con su particular señal, muchas veces se formaba la tangana
y alguno terminaba en la cola del avión. Otras veces, como sustituto, bebías
colonia; el caso era que pasara el tiempo rápidamente. Aquello pudo matarte,
sabes de quien terminó con cirrosis en la trena, pero tú tuviste suerte.
Recuerdo los torpes versos que aprendiste allí dentro, los
recitabas con amargura:
Adiós, cárcel de Ranilla,
cementerio de hombres vivos,
donde se olvidan los nombres
y se pierden los amigos…
Pero antes… ¿qué recuerdas de antes? Una vez tuviste un
amigo, si. Sujetaste su paquete intestinal entre las manos una vez, cuando desesperadamente
intentabas ponerlo en su sitio y los anti atraco te asieron las manos
ensangrentadas para esposarte. Y no sólo sobreviviste a eso. Varias “mojás” y
dos tiros en la pierna. Aquí no valen pamplinas; lo primero, cuando se sale de
casa, el balde en el bolsillo. En la calle hay mucha gente, la vida es dura. Sobreviviste
también a tus locuras, recuerda aquella en la que secuestraste un autobús lleno
de gente para atracarlas una a una. ¿Cuánta trena te costó aquello?
Hoy haces dibujos con hilo de seda, como te han enseñado tus
monitores, y los regalas a los conocidos cuando sales los fines de semana. Esto
del tercer grado te ha convertido en un hombre nuevo. Tu abogado palmó mientras
estaba gestionándolo. Una muchacha le sustituyó, llegó un día a visitarte y te
dijo: “El señor Quesada ha pasado a mejor vida. ¿Mejor todavía? le contestaste.
Así, que te veo, Carajaca, dispuesto a estar de nuevo
entre los vivos; si por la calle, como tantas veces, se cruzan nuestros pasos, te
diré, con todo respeto, como tú sabes que te quiero, como siempre, con mi cariño:
viejo, eres peor que lo que se tira.
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