La miraba desde sus ojos de niño,
desde esa atalaya de la apatía en que se estaba asentando su conducta con la
edad. Pero esa presentida indolencia no podía permanecer en pasividad cuando,
desde detrás de los visillos, la veía pasar. Desde luego no podía relajarse, porque
Francisca ya había dejado atrás, aunque poco pudo disfrutarlos, los juegos o caprichos de la infancia, y
estaba dejando salir de su interior a la mujer que siempre contuvo y en la que
siempre confió, ella misma, en unas exuberantes disposiciones de relieve
sensual, carne allí donde convenía, curva y suspiro donde se aprecia, garbo,
postín, grácil movimiento de caderas,
libido total para los ojos de un hombre, tormento y ojeras para los
sueños de un niño. Inútil, pues, abordar el sofoco de aquella caldera que le
hervía dentro del corazón y que estaba a punto de abrirle un cráter en el
pecho. O eso era amor o su pubertad le estaba estafando. Ese amor, estreno
preferente, fantasía primaveral que todos los debutantes consideramos como el
único verdadero y que, luego, la locomotora del tiempo arrolla y hace
desaparecer entre sus coronas. Ahora, esa condenada fuerza estaba desplazando su
interés por la lectura y el estudio, que alentaba su hermano Modesto, y cristalizaba
en sus adentros aquella cálida querencia; se debe dar ese nombre a lo que Diego
sentía. Querencia por la frescura y el placer, por lo inesperado y lo
apetecible, por lo tierno y lo desconocido, querencia, pues, porque todo en la
vida es una pura querencia.
Algunos días, en la azotea, donde
escudriñaba atardeceres, la veía subir con el canasto de ropa recién lavada y
su talega de alfileres de madera, acompañada de su hermana Rosarito, que iniciaba
al verle una risita con la que intentaba disimular su pudor infantil, mirando
hacia otro lado, cada vez que coincidían. Paca cantaba extrañas y retorcidas
melodías, que repetía cada vez que se perdía en los melismas, mientras vestía
los cordeles de flores estampadas y blancor de sábanas, alzando callejones y
pasillos a los que Diego se asomaba para contemplar en la agachadilla el túnel
que se abría en el escote y que le causaba estremecimiento desde el sacro hasta
la nuca. Pero algo más había podido descubrir cuando, inclinada sobre el lebrillo,
acompasaba el compás de la soleá con los apretones sobre el refregador de
madera, en el lavadero comunal de la casa, con Diego, a quien pedía compañía en
su faena porque temía a las ratas que
frecuentaban aquel lugar de lavandería. Él, claro, siempre estuvo
tentado de soltar el tejo en aquel sitio fresco y oscuro, pero al final, la
dejaba ir sin haberse atrevido al lance valiente, al ataque audaz, sin haber
intentado siquiera el roce casual y sorpresivo. Ella, entre cante y cante, le
sonreía, conocedora de las ardientes ínfulas del chaval, que claro, había notado;
pero no estaba para quereres, sabía bien lo que quería y luchaba por ello, e
intuía lo que estaba por llegar. Bastantes broncas y exabruptos le aguantaba a
Maria en Triana -y sus peleas con el ronco-. como para abandonar ahora y
echarse en brazos del primero que llegara.
A colación de la primavera, tendían
los marchantes su mercancía sobre las mantas, los jueves temprano. La calle
Feria bullía entonces, haciendo llegar los rumores de su algarabía hasta
aquella azotea de casa humilde de vecindad, donde habitaban los dos jóvenes.
También bullía con más efervescencia la sangre en las venas del niño. Uno de
esos jueves, al atardecer, escucharon los vecinos de aquella casa sones de cornetas
y tambores. Las vecinas, que ensartaban mariposas junto a la húmeda fragancia de
los rosales, soltaron los dedales y las agujas y buscaron lo que anunciaban
aquellos clarines, andando hasta la correduría. Cuando llegó Diego ya estaba
Paca ocupando su sitio entre el gentío; decidió, al verla sola, ponerse junto a
ella. Como esa tarde no tenía que trabajar ni en el despacho del procurador ni
en la panadería, había decidido dedicarla al estudio, hasta que la
música y las carreras de Francisca hacia la calle le movieron a seguirla. Se
acomodó detrás, dejando espacio suficiente para no rozarla, aunque eso era
cuestión de tiempo. Tres años de edad le llevaba la mozuela al chaval, pero eso no había sido obstáculo para que él le sacara una cuarta -en lo
referente a la estatura- y pudiera mirar por encima suyo el discurrir de los
nazarenos. Varios hombres con canastos de asa ofrecían su mercancía; unos,
almendras tostadas, arropías o camarones los otros. Cuando se aproximó el
primer paso, no andaba el mozo ansioso por contemplar aquel Cristo arrodillado,
mirando al cielo, sino más preocupado por colocar una mano en la cintura de su
oponente, que no hizo nada por espantar aquel contacto. La lógica natural
previno entonces que fueran las dos, una en cada… quiero decir cadera.
(CONTINUARÁ)
José Luis
Tirado Fernández