Para tí, mallorquín.
Una noche con encanto
(Esto me recuerda algo)
Aquella noche fue una de tantas noches sevillanas (más bien trianeras, que al otro lado del río se razona de manera diferente, se inspira uno mejor y el aire, aunque más húmedo, es otro aire, y se respira de forma diferente) clásicas de encanto, de estrellas y sonidos familiares, luces, gente, bullicio y humo de pescaíto y jeringos. Tres jóvenes con canas hasta en las pestañas reverdecen laureles y en moto; aparcan en el barranco y cruzan el puente de las delicias, que ese es otro en el google maps, este del que yo te hablo es de jierro y la delicia consiste en cruzarlo, precisamente. Mechero a la derecha, escalerilla a la izquierda, pero es mejor seguir hasta el altozano, luego venimos. Estos tres jóvenes de cincuenta y tantos, dos locales, uno isleño, miran cómo unos mocetones se agolpan ante unos payasos vestidos de persona que regalan no sé qué bebida junto a las barandillas, yo no me arrimo, Chane, cualquier día pasa un loco cuando yo esté asomaíto, me levanta por el bú y me tira al agua. No.
La gracia está en la calle que tiene nombre de equipo malo, la fila de casetas malparidas se te hace interminable, gracias que llegamos hasta la rampa que baja y sube luego a, desde, hasta, hacia la orilla. Huele a grifa, jóvenes de verdad se hacen fotos con la torre a la espalda. Sonríen, se miran, inician algo. Nosotros nos vamos, qué buenas sardinas nos hemos comido, ahora a la plazuela. No hay sitio, seguimos, calle larga, y al banquito. Canta la Pantojita, uno le pide la guitarra y toca arpegios, ¡vete de aquí! Otro gitano toca y canta, este sí se gana al público, recordamos entonces al de “Si no me dais nada, sus la vuelvo a cantar” hace tiempo que no le vemos.
Foto de la pila bautismal de Santa Ana. En la parte izquierda aparece una especie de espectro fantasmal. La tomé de noche.
Alguien se acuerda de la Joaquina, uno pone cara larga, a otro le igual, el de la isla se entusiasma y quiere vivir otra experiencia nueva, al final, vámonos. Calle larga, izquierda, derecha. Casa guapa, gente, calor, japoneses, alemanes. Un grupo de sevillanas con más voluntad que acierto, gente que baila, hasta la Joaquina, con el sudor pintándoles los sobacos. Llega un grupo de amigos. “¡Esa Joaquina!”. Ella lo deja todo y les atiende. Estamos esperando la frase mágica… ¿No te lo dije? Pasa un rato antes de que la pronuncie. Al final cae. ¡Vamos, señores, vamos… vamos a tomar copitas, señores, que está la cosa mú mala! Venga, niño, tú, ¿Qué era? ¿Un güiskecito?
Cruzamos una mirada de complicidad. Tres copas, catorce euros. Calor, agobio, los ventiladores no dan abasto. Estoy esperando algo. Yo ya había vivido antes esta situación. Pero ¿qué me falta? ¿Qué va a pasar ahora?
Vamos, vamos, vamos… ¿Dónde he escuchado esto antes? He estado aquí muchas veces, pero no es de aquí, es otro soniquete, otra cantinela…. Vamos, vamos, vamos…
¡Claro! Ya se encendió la luz, ahora recuerdo. Una escena de La “Roma de Fellini”, las putas, los clientes agolpados, la madama animándolos a entrar, ellas enseñan los pechos, ellos cantan sevillanas, al cielo por una escalera, al cielo por una manzanilla. Mecanismos, enredaderas, luces y sombras, las mismas escenas, el mismo drama, la misma ópera bufa. Soñamos, pero en realidad lo hemos vivido.
Me quito el sudor de la frente, anhelante, expectante. De un momento a otro va a suceder. Ya viene, ya viene, que el hilo argumental no se rompa, que siga su avance. Ahora estoy esperando que en cualquier momento Joaquina abra los brazos y nos diga: ¡marchaos, marchaos, que las señoritas van a comer!, mientras se apagan las luces y una vieja nos fumiga las caras con un flit de matamoscas. Bordao.
¡Ojú, José Luis!
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