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domingo, 30 de septiembre de 2012

ANTONIO RODRÍGUEZ DE LEÓN Y TOMÁS PAVÓN


¿Tuvisteis la fortuna de oír a Tomás Pavón? Si lo oísteis alguna vez, podéis afirmar que habéis descorrido el secreto de un mundo inédito. De un mundo en el que no es posible permanecer, por los minutos de una copla, si no es… por la garganta de uno de estos hombres privilegiados, artífices sutiles de un arte sin parangón posible. Porque por ejemplo, una “siguiriya”, cuando la “decía” un Tomás Pavón, era una especie de salvoconducto para que irrumpiéramos, de pronto, en lo intrincado de una raza inquieta e inquietante que lo expresa todo, todo lo suyo, dramático, intransferible y lejano, por los “duendes” de su garganta.

Antonio Rodríguez de León en ABC, 26 de julio de 1952. Acompañaba esta ilustración
 
 
 



SOLEARES PARA TOMÁS
 
Sonaba por la alameda
su voz de almíbar y miel;
blanca y pura, deja el cielo
la luna, pa ´estar con él. 
 
Creadores ha tenío
el cante, por ser tan grande,
pero el arte de Tomás
no me lo presuma naide. 
 
Que en el tiempo las voces,
desaparecen,
pero con los pavones,
ni el tiempo puede.
 
Muralla, huerto y jardín
y puente pa´ que su herencia
nunca conozca su fin. 
 
Agradecimientos a David Pérez Merinero y su página “Papeles flamencos”.
 
 José Luis Tirado Fernández


lunes, 24 de septiembre de 2012

EL LATERO


 

         Fue en la lejanía de la infancia. Quizá por mi edad no debería recordarle, pero le recuerdo. Igual que recuerdo los carros de mulas que transportaban la arena o los ladrillos a las obras, o la escalera larga con ruedas que usaban los trabajadores de Sevillana para cambiar las bombillas de los viejos faroles de lata que colgaban, en el centro de la calle, de un cable trabado a una y otra pared, los organillos de manivela que sonaban en la estación de Córdoba, delante del Bar Piano, o los quinqués que la abuela guardaba “por si acaso”, con su petróleo incluido.

         No, quizá no me corresponda recordarlos, pero los recuerdo. Formaban parte de ese lienzo que eran Sevilla y mi barrio y nadie se preocupaba o se ocupaba de ellos, ni de sus  cosas. Alguna foto ocasional, algún recuerdo en la página amable y gratificante de Emilio Jiménez, y poco más. Y yo, infeliz de mi, cuánto daría por sumergirme siquiera una hora, un rato, en aquel ambiente, ungirme la piel con los suspiros de sus calles, con el olor a hornilla, a alhucema, a humildad.

         Cuando le cuento a mis hijas que no teníamos cuarto de baño, creen que yo me crié en un país africano, o en la India. No. Era aquí, hace poco más de cuarenta años. Ni cuarto de baño, ni muchas cosas de las que hoy no podemos prescindir. A los corrales llegaron las hornillas de gas, los cables de 125 voltios y alguna que otra lavadora que venía a sustituir al lebrillo y el refregador de madera, suplicio y pesadilla de las amas de casa de la época. A los niños nos bañaban en aquellos añorados baños de zinc que estaban soldados con estaño. Del trote de llenarlos y meternos dentro para lavarnos con agua templada, de nuestros juegos durante el baño, de limpiarlo, colgarlo, etc.…, solían irse las soldaduras y el agua se salía un poco al principio y si no se remediaba, se formaba un agujero importante por donde se iba toda el agua. Cuando la situación era crítica, llegaba él.

         Venía con el cigarrillo en la comisura de los labios, a veces apagado. Sobre el hombro, su cajita de herramientas, posiblemente fabricada por él mismo, de madera y con una correa que se colocaba en bandolera. En la mano izquierda, lo que aparentaba ser una gran cafetera, pero que era toda una fragua en miniatura, con una boca hecha en la base por donde se metía el carbón, y que traía colgando de la mano mediante un asa metálica.

         ¡Niña, el latero! En una dulce letanía, recitaba la multitud de cacharros que admitían el estaño en sus heridas. Desplegaba en medio del patio los útiles de su oficio como si tuviera fijado allí su taller de diario, sacaba el carbón de una talega y lo prendía entre humos de antaño con un soplillo de pleita. ¡Cuándo volveré a ver esta ceremonia! Cuando el carbón enrojecía, sacaba un soldador que asemejaba un martillo con un solo macho en punta que tenía un mango de madera por donde lo cogía y lo metía entre las brasas hasta que su viveza era capaz de derretir las barras de estaño y fijarlo sobre las grietas.

         Algunos vecinos le encargaban jarrillos de lata, que fabricaba con latas de conserva usadas, claro,  a las que colocaba un asa, y cuyo resultado era una especie de lo que hoy conocemos como “mug” en versión metálica. También me resulta difícil explicarle a mis descendientes que en aquella época el poder adquisitivo de los jornaleros era tal que la compra de estos utensilios era un verdadero lujo que no se podían permitir. Además los llevaba ya fabricados y los ofrecía a las vecinas a un módico precio. Como tradición, se siguen usando en Semana Santa para dar de beber a los costaleros. Un vestigio de lo que fue aquel tiempo.

         Y yo, de nuevo, en una absurda sed de aquellos años, metido en aquel corral, bebiendo hasta los posos de aquellas latillas que forjaron nuestra esencia, la exquisitez bendita que nos enaltecía; salir a mi calle, ceder el paso en la acera a los viejos, ofrecer los buenos días o las buenas tardes como regalo a las personas que uno se iba encontrando, sonreír a los vecinos, agachar humildemente la cabeza cuando una persona mayor se dirigía a nosotros, o despertar bruscamente de ese ensueño y encontrarme en esta acera; sí que ando listo. Eso, soñar aquel cosmos, o comerme la cruda realidad de un mundo hostil y desconfiado, un sitio donde todos van contra todos, y vivir como vivimos encerrados en nosotros mismos, en una loca carrera hacia ninguna parte, en una tierra que exhibe heridas tales, abiertas en la bondad y en la conciencia de la gente que lo habita, que ya, ni el ilustre estaño del latero podría sanar.

domingo, 23 de septiembre de 2012

JESÚS MÉNDEZ


         Me parece el convento de Santa Clara y su claustro un buen lugar para escuchar flamenco.  El público no me pareció demasiado flamenco; mucho guiri y demasiado intelectual. Incluso pude ver a Kiko Veneno, sentado con sus amigos. Pero aunque el lugar sea adecuado para el cante, el volumen estaba un poco alto. No es tan grande el patio como para usar los watios de esa forma tan exagerada. La guitarra, un poco metálica, las voces, bien, los graves escasos, el cajón y el bongó apenas sobresalían.

         Un elenco aceptable, Diego del Morao a la guitarra, Chícharo, Carlos Grilo y Manuel Salado a las palmas, un buen pianista, que sólo intervino dos veces a lo largo del recital, Miguel López “Lenon”, y Ané Carrasco a la percusión, con el que el guitarrista mantuvo una complicidad a lo largo de todo el recital que a veces rayaba en todo un alarde de simpatía y empatía entre ambos.

         Comenzó Jesús con una zambra, titulada Dando vueltas en la cama, original de A. Gallardo, acompañado del piano de “Lenon”, para continuar dedicando su actuación a Moraíto, cuyo recuerdo sobrevoló entonces los muros y dependencias del convento. Bulerías, sí, parece que en ese terreno Jesús se siente cómodo, y  cómo no, teniendo la base de compás de su ascendencia y de tan magnífico elenco. Siguió con unas malagueñas de Chacón correctas y nada más, para pasar a unas alegrías donde comenzó a engolar, lance al que acudía cuando los altos se le resistían y que, a mi modesto entender no caben en la forma de interpretar los cantes. La voz natural, y él la tiene, es mucho más adecuada en estos casos; también se puede bajar (subir en el mástil) la cejilla, que no pasa nada. Siempre, cuando escribo alguna de estas crónicas, repito que no soy un entendido en flamenco y que emito opiniones propias.

         En la siguiriya lució Jesús como un grande, marcó, puso el alma y la remató de manera magistral con las cabales de Silverio. Estas cabales, que para algunos provienen de Cádiz, ora de Sernita ora del Loco Mateo, dan para mucho, incluso para una futura entrada en este blog dedicada por entero al tema. Un dato significativo es que el Tenazas de Morón las cantó en el concurso de Granada de 1922 afirmando que se las había enseñado Franconetti.

Luchó con la soleá de Charamusco, en claro homenaje a Antonio Mairena, apoyado siempre en el maravilloso comodín de la guitarra de Diego.

         Emocionó con los fandangos, sobre todo con el del Gloria, para acabar cantando sin utilizar el micro, lo que afirma lo que digo al principio sobre el patio y el exceso de volumen, ya que se le escuchaba a la perfección.

         Hizo el taranto que Manuel Torre dejara impreso, proveniente de tierras de levante y que Chocolate bordara en los sesenta, con mucha enjundia, terminando por jaberas.

         En los tangos, acaracola el cante como lo hacía Paquera, alargando los tercios de la misma manera, hasta romper en una cascada cromática de singular belleza tonal.

         Como despedida, la fiesta final por bulería que a mí se me antojó demasiado corta con una pataíta de “Chícharo” que valió por todo el espectáculo.

         En fin, una gratísima velada, a las once la noche en un sitio donde además se pueden tomar copas en los veladores que el Ayuntamiento ha instalado en dicho patio. Buen elemento Jesús Méndez.

SETENTA VECES SIETE


SETENTA VECES SIETE
 
Ni a los muertos respetamos,
y ¡qué fácil la condena!
rencores viejos estrena
la actual generación.
 
Yo ni te conozco, primo,
pero mi abuelo me dijo
que conoce el entresijo
de tu mala condición.
 
Lo sabe desde pequeño,
pues de siempre le contaron
los detalles que pasaron
con toda fidelidad.
 
Otros demuestran con libros
reseñas irrefutables
y datos más que fiables,
la verdad de la verdad.
 
Tú calumnia, que algo queda,
que mil veces repetida,
la falsedad es suplida
con celosa exactitud.
 
Y nos importa un pimiento
siempre que le pase a otros,
pero cuidado, a nosotros,
no nos toquen la virtud.
 
¡Cuán vertiginoso el fallo!
¡y qué rápido el juicio!
el odio ejerce su oficio
cuando dentro lo llevamos.
 
Nos ajustamos la inquina
con la ropa de diario,
y en slogan lapidario
sin dudarlo, sentenciamos.
 
¿Para qué nos vino Cristo
si vivimos este encono?
la  causa que aquí razono
se cimenta en el perdón.
 
Pero perdonar… a todos,
no sólo a quien nos conviene,
eso es lo malo que tiene
la dichosa religión.
 
¿Digno de nuestra clemencia?
según  quién,  y de qué modo.
Aquí se resume todo
el presente que me arredra.
 
Por eso venero a Cristo,
El mismo me lo ha enseñado:
el que no tenga pecado,
tire la primera piedra.
 
Aunque  creyente me siento,
de algunas voces me espanto,
y a veces, no sabéis cuánto,
ser cristiano me avergüenza.
 
Sé que Dios tuerce renglones
más siempre escribe derecho;
ahora, los golpes de pecho,
me los daré en la conciencia.
 
José Luis Tirado Fernández

viernes, 21 de septiembre de 2012

LA DE LA CALLE CASTILLA


Juntar historias y nombres,

ocurrencias y recuerdos,

debe necesariamente

ser material de remiendo,

vestimenta sin hilvanes

y carrillo de trapero.

Hay sitios de gran encanto

y lugares con misterio,

donde acontecen historias

y percances de escarmiento,

zonas para no volver

ni aunque te lo mande el médico.

Hay nombres que sí me gustan,

los simples y los compuestos,

los comunes y los raros,

nacionales, extranjeros,

aunque algunos me rechinen

y haya otros que aborrezco.

Pero me vengo a mi fuente,

pues comenzare diciendo

que me quedo con la O,

redondo sol trianero,

que de la calle Castilla

recuerdo unos ojos negros,

timón de mi voluntad,

vela de mi sufrimiento,

que desplegaba en la orilla

de Eliseo y de Quidiello,

enfrente de donde vive

la del semblante hechicero.

Qué larga la puta calle

y yo con zapatos nuevos;

ahora se pone a llover,

y yo, como un majadero

espérate que te espera,

perseverando en el tiempo

refugiado en el zaguán

que parecía  un portero.

Plantón de quimera joven,

amoríos de estraperlo,

que remolcan por Triana

un corazón sin consejo;

una escalera de mármol,

y un aroma de puchero

que daba la yerbabuena

a la rosa de los vientos,

la juventud en el alma,

las dudas y el titubeo,

la lengua que se te traba

y el demonio de los nervios.

¡Qué mal Tenorio, Zorrilla,

sé que me merezco un cero!

pero si viera a la niña

por la que de amor me muero…

Cuando por fin aparece

voy a salirle al encuentro

pero aparece un gachó:

¡Esperancita!… ¡Roberto!

la coge por la cintura

y se la merienda a besos…

¿Qué te parece Zorrilla,

no es un cero… patatero?

¿O es que quizá para el asno

la miel no es buen alimento?

Puede parecerlo a veces,

pero muchacho, no es eso…

ni esta es tu media naranja

ni estas aceras tu huerto;

la que de ti se enamore

puede presentarse luego,

mañana, o el mes que viene,

en calesa o de paseo,

puede vivir en tu calle

o venir desde muy lejos,

puede ser blanca o tostada,

de barriada o del centro,

que tiene tantas y tantas

estrellas el universo…

no te preocupes, amigo,

el amor es un sorteo,

lo mismo te toca el gordo,

la pedrea, que el reintegro,

hay que vivir resignados

a lo que nos manda el cielo

y atrapar las ocasiones

aunque sea por los pelos.

José Luis Tirado Fernández

viernes, 14 de septiembre de 2012

FANDANGOS


En la verdad yo creía

desde que era un muchacho,

en la verdad yo creía;

ahora, infeliz mamarracho,

voy de loco por la vía:

soy embustero y borracho.

 

Hasta que yo no  volvía

no se acostaba mi mare

hasta que yo no volvía;

que nadie se le compare,

se fue y me dejó sin guía,

ya no tengo quien me ampare.

 

El brillo de los dineros

hasta la honra arrincona

el brillo de los dineros;

a quien su afán aprisiona

los amores verdaderos

menosprecia y abandona.

jueves, 13 de septiembre de 2012

OTRO SONETO

 
“Hombres de paja que usan la colonia y el honor
 para ocultar oscuras intenciones:  
tienen doble vida, son sicarios del mal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.
Joan Manuel Serrat."

 
Que todo es orégano en el cerro,
que su palabra es ley, y así lo piensa;
industrioso y fiel bracero de la ofensa,
con blanco guante descerraja hierro.
 
Este mamón que digo, testaferro
de Cagliostro, de mala leche intensa,
negocia su amistad con recompensa,
y disimula mal su alma de perro.
 
Y yo, que en el capote me engalano,
gozo con mi conciencia y mi camino
y paso. Mas afirmo, no hay humano
 
que pueda resistirse a su destino;
lo dice un aforismo castellano:
el que nace lechón…                      

 

José Luis Tirado Fernández

 

sábado, 1 de septiembre de 2012

EL CANTE DE ATRÁS. ¿UN ARTE INADVERTIDO?


Dedicado a Valeriano López 

 

         Toma el nombre de la lógica natural de la puesta en escena. En la división teatral del escenario, el baile estaría ocupando el “centro” y  “abajo”, las partes más cercanas al público, mientras que el cantaor y los instrumentistas ocuparía la parte de “arriba”, la más lejana y por lo general, con luz más tenue y difusa. Tanto el cante, el toque y la percusión aparecen desde esa línea como una mera escolta de lo que está sucediendo en primer plano, y son sencillos servidores de la imagen y el movimiento encarnados en la figura de quien baila.
 
 

Un segundo plano

         Si bien forma parte de un todo, el cante de atrás es desagradecido, por ocupar ese segundo plano, y además, por no ser precisamente de fácil ejecución, ya que la continua búsqueda del compás (aquí no hay segundas tomas) implica el abandono inconsciente de cualquier adorno o embellecimiento de la melodía e induce a la profusión de omisiones silábicas o introducción de otras nuevas de acomodación con las que el cantaor incurre en lo que en flamenco suele denominarse como “embuste”. Los buenos profesionales –hay verdaderos especialistas en esta disciplina- pasan por encima de estas dificultades y alumbran fantásticas sinfonías para el oído.

         En el cante de atrás es imprescindible mucho ensayo. Aparte del bailaor/a y los cantaores/as, deben intervenir en las previas el guitarrista y los percusionistas, así  como los palmeros; y como suele estilarse hoy día, el cajoncito peruano y si cabe en el presupuesto, un violín o una flauta travesera. La concentración en el compás es la base de todo el espectáculo; el guitarrista debe sacrificar la falseta larga y prodigiosa para estar en sintonía con los otros, que a su vez también deben consagrar su capacidad de asombrar al público en beneficio de la representación. Cuando el cuadro interviene por sí mismo en una sesión única o cuando su tiempo en escena lo permite, se da espacio para cada uno de los componentes, pasando los bailaores a incorporarse entre los palmeros y explayándose cada uno de los integrantes en una demostración de lo que es capaz de hacer.

         El flamenco jondo ocupa su lugar en el cante de atrás; se suelen interpretar palos sobrios pero se suele acelerar el compás para terminar con toda una demostración rítmica y rematar con un  contrapposto desafiante del que baila.
 
 

La forma primitiva de vender flamenco

         Hubo un tiempo en el que la gente no acudía a un teatro a escuchar a uno o varios cantaores dar un recital, acompañado de una sonanta o de toda una orquesta. Eso vino después. En principio, los viajeros románticos acudían a fiestas de gitanos a contemplar cómo se mecían los “flamenco dancers” en Triana y lo que hacían El Fillo y El planeta era acompañar el baile. En este mundo de suposiciones en que se basa la historia del flamenco no es difícil adivinar que la primera comercialización de nuestro arte fue de esa manera, hasta que Silverio sentó en una silla a un gitano y le puso un guitarrista para que expresara sus duquelas en un escenario, de cara al público.

Grandes cantaores

         Si bien el cien por cien de los cantaores y cantaoras profesionales ha acompañado al baile alguna vez en su carrera, ha sido semillero de grandes figuras que han alcanzado con su cante la fama posteriormente. Hay como ejemplo un buen número de ellos que han sobresalido en el cante de atrás.

         Destacó en esta disciplina Chano Lobato, un artista que si bien era capaz de acometer cantes fundamentales con gran soltura, tenía una gracia y un desparpajo naturales que para algunos no casaban con esa manera de entender el cante jondo. Me pregunto en qué fallaría Velázquez si hubiera tenido simpatía y supiera plasmarla en un lienzo. Chano era un artista sobresaliente que hizo de este cante un monumento, acompañando a artistas de la talla de Carmen Amaya, Pilar López, Matilde Coral o Antonio Soler. El se consideraba entonces y por este motivo, un banderillero, en contraposición a la figura del matador, que en este caso hubiera sido encarnada por el bailaor.

         No quiero terminar esta entrada, o mejor, prefiero dejar para el final a un cantaor, trianero, de estirpe flamenca, que nació en la calle Fabié, y es padre de una de las figuras, en mi opinión, más importantes de este nuestro mundillo, y que ha acompañado a prácticamente todas las grandes figuras del baile. Tiene, en vida y en la casa donde nació, un azulejo con esa leyenda. En este video podemos verle junto a su familia, acompañados a la guitarra por un jovencísimo Melchor de Quilate.

 

 

José Luis Tirado Fernández