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lunes, 24 de septiembre de 2012

EL LATERO


 

         Fue en la lejanía de la infancia. Quizá por mi edad no debería recordarle, pero le recuerdo. Igual que recuerdo los carros de mulas que transportaban la arena o los ladrillos a las obras, o la escalera larga con ruedas que usaban los trabajadores de Sevillana para cambiar las bombillas de los viejos faroles de lata que colgaban, en el centro de la calle, de un cable trabado a una y otra pared, los organillos de manivela que sonaban en la estación de Córdoba, delante del Bar Piano, o los quinqués que la abuela guardaba “por si acaso”, con su petróleo incluido.

         No, quizá no me corresponda recordarlos, pero los recuerdo. Formaban parte de ese lienzo que eran Sevilla y mi barrio y nadie se preocupaba o se ocupaba de ellos, ni de sus  cosas. Alguna foto ocasional, algún recuerdo en la página amable y gratificante de Emilio Jiménez, y poco más. Y yo, infeliz de mi, cuánto daría por sumergirme siquiera una hora, un rato, en aquel ambiente, ungirme la piel con los suspiros de sus calles, con el olor a hornilla, a alhucema, a humildad.

         Cuando le cuento a mis hijas que no teníamos cuarto de baño, creen que yo me crié en un país africano, o en la India. No. Era aquí, hace poco más de cuarenta años. Ni cuarto de baño, ni muchas cosas de las que hoy no podemos prescindir. A los corrales llegaron las hornillas de gas, los cables de 125 voltios y alguna que otra lavadora que venía a sustituir al lebrillo y el refregador de madera, suplicio y pesadilla de las amas de casa de la época. A los niños nos bañaban en aquellos añorados baños de zinc que estaban soldados con estaño. Del trote de llenarlos y meternos dentro para lavarnos con agua templada, de nuestros juegos durante el baño, de limpiarlo, colgarlo, etc.…, solían irse las soldaduras y el agua se salía un poco al principio y si no se remediaba, se formaba un agujero importante por donde se iba toda el agua. Cuando la situación era crítica, llegaba él.

         Venía con el cigarrillo en la comisura de los labios, a veces apagado. Sobre el hombro, su cajita de herramientas, posiblemente fabricada por él mismo, de madera y con una correa que se colocaba en bandolera. En la mano izquierda, lo que aparentaba ser una gran cafetera, pero que era toda una fragua en miniatura, con una boca hecha en la base por donde se metía el carbón, y que traía colgando de la mano mediante un asa metálica.

         ¡Niña, el latero! En una dulce letanía, recitaba la multitud de cacharros que admitían el estaño en sus heridas. Desplegaba en medio del patio los útiles de su oficio como si tuviera fijado allí su taller de diario, sacaba el carbón de una talega y lo prendía entre humos de antaño con un soplillo de pleita. ¡Cuándo volveré a ver esta ceremonia! Cuando el carbón enrojecía, sacaba un soldador que asemejaba un martillo con un solo macho en punta que tenía un mango de madera por donde lo cogía y lo metía entre las brasas hasta que su viveza era capaz de derretir las barras de estaño y fijarlo sobre las grietas.

         Algunos vecinos le encargaban jarrillos de lata, que fabricaba con latas de conserva usadas, claro,  a las que colocaba un asa, y cuyo resultado era una especie de lo que hoy conocemos como “mug” en versión metálica. También me resulta difícil explicarle a mis descendientes que en aquella época el poder adquisitivo de los jornaleros era tal que la compra de estos utensilios era un verdadero lujo que no se podían permitir. Además los llevaba ya fabricados y los ofrecía a las vecinas a un módico precio. Como tradición, se siguen usando en Semana Santa para dar de beber a los costaleros. Un vestigio de lo que fue aquel tiempo.

         Y yo, de nuevo, en una absurda sed de aquellos años, metido en aquel corral, bebiendo hasta los posos de aquellas latillas que forjaron nuestra esencia, la exquisitez bendita que nos enaltecía; salir a mi calle, ceder el paso en la acera a los viejos, ofrecer los buenos días o las buenas tardes como regalo a las personas que uno se iba encontrando, sonreír a los vecinos, agachar humildemente la cabeza cuando una persona mayor se dirigía a nosotros, o despertar bruscamente de ese ensueño y encontrarme en esta acera; sí que ando listo. Eso, soñar aquel cosmos, o comerme la cruda realidad de un mundo hostil y desconfiado, un sitio donde todos van contra todos, y vivir como vivimos encerrados en nosotros mismos, en una loca carrera hacia ninguna parte, en una tierra que exhibe heridas tales, abiertas en la bondad y en la conciencia de la gente que lo habita, que ya, ni el ilustre estaño del latero podría sanar.

3 comentarios:

  1. Sabes bien, José Luis, que en mi blog, y en el apartado de los oficios, dediqué a los lateros un capítulo especial. Puedo,si quieres, mandarte mi buen archivo de imágenes.

    Un abrazo.

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  2. Sigo intentandolo a ver si lo consigo; Recuerdos maravillossos, pero para quien los sufria eran tiempos muy dificiles y pobres también.
    Ahora tenemos el contrapunto, aquello era real, todo lo de ahora, estamos viendo que es ficticio, a ver quien se salva de la quema.

    Una cosita te apunto, antes de la cocina de gas, en los corrales entro ha hornilla de petroleo, esta fue una rvolución

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  3. Has retratado insuperablemente a la Sevilla que se nos fue. Yo era un comino, pero también recuerdo al entrañable latero, oficio muy popular y preciso de la época. Me alegra enormemente que compartas y aportes estas maravillas sobre las tradiciones, historias y cultura con todos tus seguidores, sobre todo, que no lo olvidemos y dar a conocer a los que por sus años no tuvieron oportunidad de vivirlo.
    ¡Cuántos valores había en aquellas almas! ¡Qué distinto era el concepto de buena vencindad! Recuerdo cómo viví con intensidad a mi barrio de La Macarena, semejantes a todos los de la ciudad por aquellos tiempos...ya perdidos: ¡Gracias josé Luis! Con tu permiso, lo colgaré n mi blog para su divlgación.
    ¡¡¡PRECIOSO ¡¡¡PRECIOSO ¡¡¡PRECIOSOOOOOOOO!!!!!!

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