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jueves, 15 de abril de 2021

LA SOLEDAD DEL TRANSEÚNTE


                Lo que no sabía es que la soledad se contagia. Sentirla. Padecerla, o mejor, estar dentro de ella. Ni una brisa siquiera que te advierta de la realidad presente. Ni la sombra de una golondrina que rompa el monótono discurrir de los pasos, el fino paño del lienzo que configura tu mirada, por mucho que te acerques.

                O por más que te acerques.

                Entonces te acunas en tus recuerdos. Tus viejos paseos, tus sueños pasados o cumplidos, en tus suspiros, viejos, pasados u olvidados. La vieja fuente, el mismo escalón, el puestecillo de tabaco de la esquina, la torre y sus jaramagos, el mirador, el balcón, la reja y los caliches.

                La soledad no engaña. Ahora también solos los arriates, las flores y la hojarasca, y solas las fuentes que sucumben a las patas de los vándalos. Qué miedo de soledad.

                Una ciudad tan sola no es la mía. Es su fantasma. Sola, vencida por un diminuto bacilo oriental, inesperado e inoportuno. No es ciudad, sino ruina, espectro que entrega su belleza a las ausencias, que no es nada sin la gente. Bella, si, pero vencida.

                Soledad contra espíritu. Martillo que se estrella en los credos, sombra que corre por las paredes como una lagartija, ceniza que invade sus callejas y sus templos.

                Soledad feroz que aísla y acota las devociones, los mitos y las costumbres. Que niega la pasión, los abrazos y las sonrisas.

                Que manda sobre los sitios, los ambientes, las huellas y los rincones.

                Que no es paz, sino tristeza, que pinta la emoción con la nostalgia, y lastima el corazón con la distancia. Péndulo que marca la derrota y presta a la conciencia la huella de otro tiempo.

José Luis Tirado Fernández

 

 

 

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