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sábado, 4 de agosto de 2012

EL HOMBRE QUE PLANTABA CHOCHOS


Para Pepe y Débora, que también están ahí

         Nos acompañaba Pepe antes de irse, y Débora, su mujer, hermosa destinataria de todos los rayos uva que se perdían en la playa. Niña, y tú, ¿pa ´qué te pones al sol? Ella sonreía en el amplio arco que envidiaba el albayalde y se encogía de hombros, tibia. Entonces no teníamos prisa, ni la conocíamos; rodábamos reposadamente. Éramos herederos de una cosecha por recoger, paseantes de aquel tiempo en que todo estaba por llegar, hasta los sustos; pasábamos de puntillas por delante del reloj para no despertarle, y caminábamos por la sombra de los callejones desdeñando los fantasmas de un pasado que no llenaba nuestras alforjas. Hasta los pueblos sin habitantes nos llamaban. Castellar Viejo, una colina, un castillo árabe, hippies, casas deshabitadas, fisgoneo juvenil para llenar el alma de cosas que contar cuando llegara el momento, un pueblo que flotaba en el ambiente, sobre una nebulosa que aparentaba seguir la estela de un tren de vapor que había desaparecido detrás de los riscos. Un viejo coche, ningún miedo, ganas de vivir. Éramos nosotros mismos y no estábamos dispuestos a dejar que ni la vida ni nada nos arrebatara aquellos momentos, ni siquiera la velocidad. Era como volar a oscuras por un cielo donde no se podía tropezar porque no tenía ni orillas ni final, una constante primavera donde el frio lo ahuyentaba la sangre ardiente y el calor se iba cuando nos quitábamos el jersey. Podíamos dormir en el coche o en la yerba, o no dormir, aquellos corazones no tenían pereza ni las arterias estaban ocupadas por sedimentos de inquina y otras maldades adquiridas, como lo están ahora.

         Los vientos silbaban limpios, las hojas, serenas, caían haciendo piruetas en el aire, una, izquierda, dos, derecha, tres… y los campos lucían pardos, ocres, tabaco… pero el horizonte era azul, o así nos lo parecía. ¿Y quién nos lo podía robar? Nuestro era, y lo disfrutábamos, sin conciencia propia de lo que más tarde llegaría. La estrella, veleta luminosa de nuestro sino, lucia de noche abriéndonos la cañada, y con sus guiños acariciaba nuestro apacible sueño; la luna alumbraba cuando hacía falta y el dolor y otros miedos pertenecían a un universo lejano, que no nos importaba. Más cerca, las uvas que sobresalían – lustrosas esferas que asomaban curiosas a las cunetas-, los setos, las moreras con su alfombra oscura y pegajosa como diminutos campos de brea, pero que nos endulzaban las paradas y nos daban sed, una sed de esponjas, oronda y magnífica que apagar con los ilustres caldos que en aquellas fechas nos aguardaban en los cercanos pueblos. Y de eso Pepe sabía. Y le gustaban.

         Frené cuando me lo dijo. Di marcha atrás sin que ningún vehículo me lo impidiera -en aquellos años no estaban saturadas las carreteras-, hasta que llegamos a su altura. Bajamos, ella volvió a acaparar el sol  y Pepe, cámara en ristre, se acercó al hombre. Siempre le adiviné el propósito de capturar el tiempo en el que vivía; y cuando miro sus fotos intuyo que alguno supo atrapar y almacenar detrás del objetivo. El viejo llevaba gorra y un pañuelo atado a la barbilla que le cubría los lados de la cara y le recogía el sudor. Iba detrás de su mula, abriendo la tierra con la reja como si intentara arrancarle lejanas fuerzas que allí se habían sumergido y a las que otras lluvias y otros soles negaran su florecimiento. Y yo, urbanita impenitente, me mudé a otro espacio, a otros mundos que creía desaparecidos y que ahora se me mostraban en todo su esplendor; saboreé el momento. Mi amigo hizo alarde de su carácter entrante y se ganó al campesino. Acudió una mujer cargada con una vasija de barro, embarcada en no perderse detalle de la conversación.

         Ya ve usted, aquí, plantando chochos. Y el viento nos metía su voz en los sentidos y nos la posaba fresca, clara, hasta que Pepe, diligente, le devolvía la andanada. Su señora le alargaba el búcaro, y el hombre bebía y se limpiaba en la bocamanga. El quería seguir haciendo surcos, pero Pepe acabó arrebatándole toda la información del proceso de aquella leguminosa, desde que se rasgaba el saco para plantarla hasta que la comía la bestia en su pesebre, o la disfrutaba salada o cocida en sosa el niño en el cine de verano, donde la vendía “Carachupe” refrescándola sobre una barra de nieve. Y después de componer el tipo, siguió el hombre en su tarea: “pico que pico, que el que nace pa´ pobre no pué sé rico”. Deseé que encontrara en la luz de aquella mañana de la incipiente primavera, la bolsa con las monedas de oro del cuento de mi niñez, y nos dispusimos a marchar.

         Y hoy, una tarde, un segundo, un suspiro, un mensaje atado a la pata de una paloma que cruzó el atlántico, avivó viejas llamas y rondó la corteza del alma, para inquietar con un texto amable y sintácticamente delicioso, jóvenes y arrinconadas emociones que los tacos Myrga habían llegado a cubrir, con sus –ya- amarillas hojas. Pálpitos de un tiempo que  creímos perdido y que hoy parece empeñarse en volver.
Plantando chochos




José Luis Tirado Fernández

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