Dicen las voces antiguas que la del
viento nunca vuelve, porque el viento no tiene raíces. Diego lo sentía en la
cara cuando se asomaba a la Barqueta y en la orilla del rio buscaba despejar la
mente de la obsesión por la gitana; observaba cómo cedían al viento los juncos.
Y aprendía. Solía ponerse en los alrededores de la alcantarilla. Fabricada en
ladrillo, siempre fue el ara pacis de
la ciudad, y por su boca de albañal salieron durante muchos años las penas
negras de la urbe, encarnadas en orines y mojones; de sus entrañas, de esa hispalensis cloaca mássima de arcaicas épocas,
fertilizaba el Guadalquivir los campos y los sembrados y en su bocana
aguardaban los albures su alimento. Sus alrededores, siempre frecuentados de
busconas y bujarrones, florecían húmedos y bien abonados, y en las piedras que
sobresalían, quedaba el chaval, sentado, sintiendo en la cara vientos siempre
nuevos.
Paca era una isla, y no sabía por dónde
abordarla; últimamente se había vuelto huraña con él. Ya no subían juntos a la
azotea, a descubrir timbres y matices ella, a hervir por dentro a la vista de
la carne él, ni se acompañaban en los lavaderos, ni acudían a ver procesiones.
Y es que él era un chaval de trece años y ella una mocita de dieciséis, y no
tenia porqué darle cuentas. ¿Porqué no atacar mejor a Rosarillo –pensó-, un año
mayor que él, o mejor, que se fuera a buscar novia a otra calle? La otra,
Josefa, la hermana mayor, venía de visita y hacía aquellos dulces rondeños, que
Diego tanto celebraba; obraba el efecto contrario que su hermana, desbarataba
la reivindicación de sus hormonas, que le llevaba a sentirse hombre, y recuperaba
la ilusión del niño al que comenzaba a renunciar. Cuando la gitana encendía el
anafe el aroma del patio era la envidia de los obradores de la calle ancha, a
la hora de extender en las bateas los tradicionales pestiños, las tortuosas
rosquillas, o aquellas otras empanadillas de cabello de ángel que ella llamaba
borrachuelos, que eran de su mano como de su ternura y simpatía.
Don Nicolás era de otra pasta. Tenía el rostro de un chusco
cuartelero, pero aceitunado y anguloso, como sus hijos. Sabia de las
aspiraciones de su hija, y la había escuchado cantar tantas veces, que
barruntaba que aquella muchacha podría ser un día el sustento de su vejez,
aunque la lejanía funde el cariño, el amor de padre y hasta las querencias, y
los kilómetros restañan heridas y recuerdos hasta que la cicatrización es tan
profunda que desaparecen. Y así pasó. No se entretenía en contemplar la
belleza, sino en descubrir dónde hallar cualquier cosa que llevarse a la boca,
tanto bebida, comida como colillas poco apuradas, para devanarlas y extender su
contenido al sol con la intención de liar después sabrosísimos cigarrillos. Los
niños habían empezado a trabajar de lateros, uno, y de panadero otro, así que
gracias a Dios la cosa iba, a veces se atrasaba en los pagos de la renta de la
casa, pero en fin, iba.
De anochecida, venían gitanos de
Triana ataviados de fiesta, y mientras esperaban que saliera Paca, hacían
compás en el zaguán y hasta se marcaban unos pasos. Sonaban huecas las palmas,
quedos los tercios; flores, flecos, volantes, cercaban espacios improvisados, y
los varones abrían trincheras en golpes de bastón, liberando de su ánima recónditas
ciencias, su herencia. Aquello era auténtico y tenia armadura de verdad entonces,
como hoy forma parte del attrezzo. Ella aparecía entonces, acabando de
acomodarse el mantoncillo, daba una pataíta y desaparecían, en dirección a los
bares de la cercana Alameda, o a los cafés cantantes donde hacían pruebas a
cantaores y bailaores que estaban empezando. Siempre volvía con el sol, y a
veces, Diego estaba pendiente y la vigilaba.
Ella, en el fondo, también había
sentido algo por Diego, pero era demasiado niño. sentía vergüenza razonable de
pensarlo, aunque lo pensaba. Si no se habían tocado nunca, no pudo llevarse la
sensación del tacto de sus manos, mas se llevó su fiel mirada, siempre clavada
en su escote, y eso siempre le había hecho gracia. Cuando se fue se volvió
hacia la puerta que Diego habitaba, pero jamás lloró al irse.
Diego madrugaba para acudir puntual
al despacho; se lavaba la cara en el pilón y se peinaba en un espejo que estaba
colgado en el corredor. A la hora de comer, entraba en la casa velozmente, aventando
y levantando del suelo en su rodada las cáscaras de alpiste que los canarios
dejaban caer desde sus jaulas, con la mirada puesta en la puerta de Paca, pero
era su padre, Don Nicolás, el que estaba sentado en una silla recostada sobre
la pared. Entonces se le destemplaba el ánimo, aflojaba el paso y buscaba su
propia puerta, apartaba la cortina y buscaba lectura.
Una tarde llegó y supo que Paca
estaba en Málaga, donde debutaba ese mismo mes. Diego volvió entonces,
decepcionado, abatido, a refugiarse en los estudios, a devorar novelas y libros
como quien silba. Llegó a pensar, ante el fracaso con Francisca, que no se hizo
la miel para la boca del asno. Nunca se había fijado una meta, pero el porvenir
estaba esperándole en la esquina de la gloria. Quién sabe si el día de mañana
podría llegar a ser ministro, o a lo mejor Jefe del Estado… sí, quizá eso,
mejor, sería un buen oficio. O quizá no.
Ella, él, quizá fuese mejor que sus caminos se alejasen.
José Luis Tirado Fernández
José Luis Tirado Fernández