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sábado, 6 de junio de 2015

ASÍ DEBIÓ SER


                María, Josefa o Concepción debieron cantar de esa forma; esa voz, esa forma de apretar, de clavarse las uñas en sus propias carnes para hilar la hebra pura de la seda de la cava, ese exigir a la garganta la belleza de lo imposible, ese separar la paja de lo vulgar del grano de lo sublime, tuvo necesariamente que ver algo con ellas. Mucho se ha escrito, se ha conjeturado con la garganta y la voz del Fillo, un canalón oscuro, áspero e impenetrable de donde salían truenos que asustaban a la chiquillería. Pero quién ha dedicado un milímetro de tinta a presentir, a imaginar cómo cantarían ellas, las cantaoras de Triana que no dejaron registros sonoros. Yo creo haber estado esta noche escuchándolas a todas ellas. Y sé cómo cantaban. Ahora sí.
                Hay muchas cantaoras, que clavan la pica de lo correcto, que usan –aprovechan- las voces de privilegio que Dios les manda, y que adoban con unos adornos melismáticos robados a los cuarenta para encandilar a una audiencia que también paga lo correcto y consume lo correcto. Pero a mí me gustan las transgresiones, y tengo la impresión de haber asistido a una.
                La entidad de lo que ella canta es muy difícil, ese tesoro está tan jondo en el pozo que parece inalcanzable, pero Herminia tiene una soga larga y nos lo ofrece cada vez que se acerca al brocal. Tiene una amistad antigua y constante con el cante, aunque su cuerpo de balanza íntima le ofrece la posibilidad de movimientos refinados y voluptuosos.
                Deja trabajar a su madurez por toná, debla y martinete, en tanto  invoca a la candidez de su juventud aún presente para flautar por malagueña y dejar por bajo la bella rozadura de su voz.  Se embarca en las cantiñas y aprovecha que pasa en ese instante una estrella fugaz para marcharse con ella. Allí, sobre su estela, se columpia mientras da un duro al barquero y los presentes reparan que sobre el museo de cerámica de Triana no hay ningún firmamento. Es el mundo de Herminia.
                En las bulerías, marcaba con el tacón y Antonio Moya no se perdía una; quién renunciaría a ese festín de compás, al que además, a las palmas, asistía su mujer Mari Peña, cantaora utrerana y buena festera.
                A la misma hora, un despliegue policial en la Cartuja, organizaba el acceso de miles de personas a un evento de otro artista, más multitudinario, más mediático, más comercial. Allí estuvimos los justos. En el jardín de Venus, entran sólo los elegidos. Allí las multitudes molestan, estropean el césped y maltratan las flores.


José Luis Tirado Fernández


4 comentarios:

  1. Gracias por esto, maestro. He aprendido y me ha gustado. Lo guardo en el cofre de los tesoros.
    Un abrazo.
    M.C.

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  2. José Luis, sigues descubriéndonos, día a día, de una sesión de blog a otra, tu creatividad y tu buen hacer, No es una sorpresa, es la confirmación de tu polifacético arte.

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  3. ¡¡Como me gustaría que mi padre viviera para leer esta entada tuya!! el se moría por el cante flamenco en cualquiera de sus manifestaciones y yo para sacarlo de sus casillas le decía que el cante jondo estaba tan jondo que yo no lo veía y conseguía soliviantarlo y él me decía " antoñiya que bestiaja eres" y nos quedábamos tan panchos. has conseguido que me haya acordado de mi padre que hubiera disfrutado con tu entrada que a mi me ha gustado muchísimo, un abrazo

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  4. Hola Jose Luis , he estado fuera y no he podido dejar mi comentario-
    Como siempre tus conocimientos, el entusiasmo que le pones a tus relatos nos hacen pasar momentos agradables. Gracias por deleitarnos mi amigo julguero

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