Es, como elemento pasajero y casual de nuestra vida,
testigo de dolor y pesadumbre. Ningún color luce, no presenta brillo ni textura y
su aspecto de cielo sin fondo ni final, como infinito, ni nos ocupa ni nos
preocupa cuando ofrece su consuelo.
Está,
saliendo a la derecha, en medio de la soledad, en cualquier pasillo de hospital, tanatorio o prisión. Siempre
estuvo ahí, aislando nuestra huida, parando, mandando y templando esa impotencia que aniquila nuestra espera,
vendiendo su fisonomía de ladrillo y revoco como absoluta y exhibiendo su orgullo
como fatal factor de su existencia.
Se
complace cada vez que apoyamos el brazo sobre su esforzada rigidez, vaciamos el
grisú ponzoñoso que nos muerde las entrañas sobre su paño, lustramos su mate palidez con el espeso sudor
de la frente, o exhalamos, en un húmedo suspiro, el último ¡ay! de la cadena.
Es
el árbol común de los que sienten, la higuera maldita a orillas del Jordán de los
pañuelos, fruto sin legado, la línea que dobla y cambia el plano vertical de la
certeza, frontera entre esta pena y el gozo que se quedó en la calle, más
cierto que la noche y el día.
Su
pátina, sal de lágrimas secas y su
música, triste canto de las voces sin aliento. Está allí, dispuesto, y siempre
espera, como un postigo que amortigua nuestro mal, no importa en qué tiempo y causa,
porque es centinela del reloj y relevo del amor y de la muerte.
José Luis Tirado Fernández
Qué real es ese muro de las aflicciones que describes. Si éste,-impertérrito e inanimado- pudiese escribir sus memorias llenaría páginas de dolor y de dicha. Tal vez pudiera, en otra escala, emular al de las Lamentaciones.
ResponderEliminarTan profundo como cierto. Es toda una invitación a la reflexión, que creo que todos deberíamos practicar, especialmente en los momentos actuales.
ResponderEliminarHe aprendido, José Luis, la vida: Gozo y dolor.
Gracias. compadre.