El camino de San Juan avanza entre huertas y labrantíos,
hasta alcanzar la Vega. Cuando muere y ese llano mar de monte bajo que llaman
Tablada, ocre y descolorido, se abre ante el caminante y las caballerías que
suelen transitar la vía y que la marcan con sus cascos, se tiene la sensación no ya de andar, sino de
deslizar sus pies sobre una pista vegetal de raso y amable alojamiento. En la
orilla, aguardan barcas que al otro lado
envían trastos, chirimbolos y cargas viejas,
devuelven vinos, legumbres secas, cecinas,
o hunden a la mitad del trayecto sueños vanos y esperanzas rotas. El agua todo
lo iguala. Es tan antiguo el trajín que a nadie asombra, y tan cotidiano que su
ausencia bien podría convertirse en sospecha de algún inconveniente o de un mal
suceso.
Las
chumberas escoltan el tránsito, como nimbos verdes que contuvieran el oleaje que
las angarillas de las mulas o los vaivenes de los carros desencadenan, y aíslan
con sus púas las tentaciones del sendero, que siguen su curso hacia el río, de
los frutos y hortalizas, que siguen otro curso diferente, el del canasto y el mercado. Si llueve, rara vez, los
charcos convierten en salpicón la sierpe de su transcurso, e irisan los
atardeceres disparando chispas de luz a los ojos de quien circula; los radios
de las ruedas enlentecen su giro y el chirrido de sus ejes cambia su tonalidad,
sonando más grave. A veces, entre este nublado singular y equidistante, irrumpe
alguna zarza o algún enhiesto algarrobo, donde aliviar en épocas de escasez los
gruñidos gástricos, alguna flor amarilla, una mata de hinojo o bien de
enmarañada esparraguera, que doblegan la hegemonía de sus ovaladas y
amenazantes pencas. También emerge a ratos un cercado y una puerta de acceso,
construida con palos y alambre de espinos, que aquí la piedra es lejana y
diáfano el horizonte. Detrás, desde donde nos sorprende Febo, dejamos la senda
de firme y apisonado y el olor a ladrillo y caserío que, curiosamente, nunca
tuvo olor de barrio.
En
una de estas huertas, con las herramientas recogidas en su casita de labor,
donde una parra de uva blanca despacha su sombra, a la manera de un verde atrio,
delante de la puerta, se posa la lentitud de la tarde. Próximo a ella, una
noria de encalado brocal que a fuerza de desconchados aparenta los siglos que
no tiene, pastorea en sus zócalos algunos sapos de oscura y brillante tez, jaramagos
de hoja amarilla que a su amor afloran, y ofrece, con sus cangilones y su
constante chorro, la estampa de un tiempo agreste que tiene en el sol su metro y
su certeza. Dicen que la noria la inventaron los chinos por necesidad, aunque
en realidad parece de procedencia y uso árabe, na‘úra - la que llora-, del que
procede el vocablo –cuánta poesía-, ya que el agua al resbalar por ella evoca
el llanto en su sonido.
Si
asomamos nuestra curiosidad al interior, donde el viento convulsiona los harapos que luce el feliz
espantapájaros, un zagalote con un camisón blanco churreteado de polvo, calzas
cortas hasta la rodilla y alpargatas con la suela de esparto, seca el sudor de
su cara con un lienzo picado y amarillento mientras siente el dolor de la faena
sobre la dureza de los callos de sus manos. En épocas de lluvia, las tramas de
las suelas de su calzado se separan, hinchadas por la humedad, y prefiere
trabajar descalzo, hundiendo los pies en la tierra, si no para aliviarse, quizá
para sentirla un poco suya, quién sabe si en el limo que se lleva a casa pegado
en los pies. Ha colocado las mulas, luego de abrevarlas, bajo la sombra de la
centenaria higuera, ha detenido la rotación cuasi eterna de la que arrastra la
rueda dentada, y se dispone a beber, colocando las manos bajo el venero. Ha
llegado la hora de comer, y antes de retomar la faena, apacienta sus emociones sentado
a la fresca humedad que asciende de la intimidad de la tierra, sobre el pretil.
Intenta, filosofando, entender la existencia como una larga línea durante la
cual se van superponiendo golpes y dichas, mira la mula que tira de la rueda
con la única ilusión de alcanzar la zanahoria y advierte que en ella, la
hortaliza, se contienen los mismos deseos y apetencias que a él le acompañan
desde mucho tiempo atrás y que permanece como motivo final y absoluto de su
vida, un grano que no florece por falta de luz, y que esa línea, larga y cruel,
es un día interminable porque el sol nunca acaba de ponerse. La monotonía del
día a día y de ese castigo bíblico que le obliga diariamente a ver en el tajo la
aurora y el ocaso, no logra arrebatarle la ilusión por sacar partido a cada
respiro, a cada nuevo abrir de ojos por la mañana o palparse y comprobar el
latir de su pecho. Y, sin embargo, ninguno es igual a otro, porque lo decide el
vuelo de un gorrión, el roce de una ortiga en la piel o una sonrisa inesperada
o devuelta. Su vida es la mayor obra de la creación y a él le toca defenderla
del hambre y las enfermedades, como si tuviera la encomienda de una perla única
y deseada, un hálito espiritual contenido en el sagrario de su cuerpo.
Algún
día sestea apoyado en el frescor de sus ladrillos, y alguno que otro llora, salpicando
con sus lágrimas el agua hasta que el sueño le vence y queda profundamente
dormido.
-No llores más, hermano, parece decirle el agua.
El
chaval está acostumbrado al rumor de frases
que emerge de aquella boca, y a veces le responde, en el sopor del inconsciente,
esperando encontrar alivio en el retumbo de sus respuestas, pintadas en la
oscuridad del vano del ingenio.
-¿Entiendes mis palabras? La primera vez,
le estremecieron las voces; luego se fue acostumbrando a un coloquio en el que
intercambia con el agua profunda tristezas, dudas y sueños.
-No me busques, porque no existo,
habla con el agua. En principio, fueron susurros; luego, convertida en necesidad de
desahogo, la realidad se vistió de caja de Pandora de la que fueron brotando más
tarde tiras desgajadas del alma, de válvula de pasiones, de reverbero donde el
dolor halló eco, consuelo y bálsamo para sus males.
-Mi amo era un hombre justo que vivía del
comercio y los frutos de esta alquería. Siempre atendió mis suplicas cuando le
necesitaba, y a mis padres y hermanos socorrió cada vez que le necesitaron. Frecuentemente,
y a su vez, ejerce de paño de lágrimas del duende que habita las profundidades,
desde que fueron cruzando intimidades y secretos. Escuchó pacientemente y con
delectación la historia de aquel muchacho, hijo menor de una familia cuyo padre
trabajaba como capataz de aquella hacienda, en la que vivían.
-El entonces califa estaba empeñado en que
su nombre fuera recordado por las generaciones venideras, desde el principio
dio muestras de grandeza de miras; acometió tales obras que hoy, la historia de
esta tierra no sería la misma si él no hubiera reinado. Intentaba engrandecer a
esta ciudad, llamada entonces Isbiliya, haciéndola a su vez la capital de
Al-Ándalus. Dejó definida y proyectó la mezquita mayor y su alminar, la Buhaira
y sus jardines, remozó las conducciones
de agua romanas, construyó muelles y amplió las murallas, y quiso terminar con
el aislamiento que suponía el rio grande con el poniente de esta población, mediante
una puente de barcas. Llegó a dudar de la evidencia de la conexión mística
con aquel joven de la noria, y que a través de los siglos llegó a ser su fiel
confidente; incluso pensó haber enloquecido, o tener, cuando menos, delirios
que pudieran deberse a los calores y las fatigas producidas por la faena. Pero
¿cómo dar por malo el oro que halló en lugar exacto que le había señalado el
espíritu de aquel muchacho?
-Mi amo me consiguió un buen puesto entre
los peones que construyeron aquella pasarela flotante. Todos trabajamos hasta
la extenuación, aunque fuimos bien remunerados. Pero un día, durante la tarea,
mi suerte cambió y mi vida tomó un giro inesperado. La vi una vez, y ya no pude
quitarla de mi pensamiento; a partir de entonces viví para que fuera mía. Había
escuchado a sus mayores muchas historias, pero los viejos sólo cuentan viejas
historias, y esto que le estaba pasando era demasiado extraño y especial como
para compartirlo. En invierno, al calor de las herrerías de la cava, oía
antiguos romances de los gitanos que hablaban de aparecidos, de venganzas ultra
terrenas, de desgracia, de amores más allá de la muerte… pero no tenía muy
claro cómo afrontar lo que le ocurría. Seguían
sucediéndose los días y las noches, y dando tragos del búcaro, desgajando
algunos racimos de la parra o haciendo autopsias a melones y sandias, o disfrutando la sombra de la higuera que
creció a su vera, siguió las pláticas, ya sin ningún temor o desconfianza, con
aquel desconocido.
-Una noche decidí saltar los muros y llevármela;
ella me siguió sin dudarlo, consciente de que su clase social le impedía
enamorarse de mí; asumió los riesgos. Nos escondimos aquí, en la hacienda, pero
tardaron poco en localizarnos. Me la arrancaron de los brazos, se la llevaron y
me dieron muerte; arrojaron mi cadáver al pozo que después fue convertido en
noria, y aquí sigo, hasta que tú llegaste para oírme. Bebió con fruición, al
escuchar el final de la narración, el agua de aquel caño permanente, deseando con
el gesto penetrar en el corazón de aquel infeliz muchacho, y a su vez en una
solidaria muestra de amistad a través del tiempo, imprevista y apasionada, convertirse
en su alter ego y compartir a la vez su desdicha.
Le gusta asomarse a la azotea de su casa, desde donde
divisa el río. Contempla los veleros atracados en la orilla y las barquillas de
cuchara pescando barbos y carpas desde el amanecer, el desembalse del Tagarete,
los juncos inclinados cuando los vence la brisa, la torre de enfrente y aquella
otra, más alejada, girando su gloria, honra de las veletas, faro de este Flumen
Nostrum y las naves que lo surcan. Pero ya no es un muchacho; se solaza en su
madurez y apoyado en su bastón, baja algunas noches a la calle de la orilla del
río, desde donde, entre suspiros y alguna lágrima, contempla el nuevo paisaje,
que asemeja una marina inmaculada y altiva, arrebatada a la obra de algún
pintor renacentista, con las precisas líneas de su efigie de hierro, hoy
hegemónica, mientras hace memoria de la vieja perspectiva, en la que trece nebulosas
sostuvieron, durante casi setecientos años, el sacramento de la unión entre la
urbe, ruidosa, molesta, y esta otra orilla de tejas, jaramagos y candiles, puebla
feliz en su humildad y la de sus habitantes, hecho de madera, cueros y soga,
que añoran el viento y la corriente, lienzo total del devenir de su infancia y
de su vida, y adivina entre sus vanos y recovecos al buen musulmán que, en otro
tiempo, entregó su honradez y su bondad a los disparates del amor. Farid.
Cuánto me recuerda este precioso relato a mi tío Romualdo, cuando de niño me contaba acerca de su trabajo allá por donde los areneros, al final del camino de las Erillas y junto al antiguo y desaparecido, evidentemente, humilde barrio de la Barqueta. Recuerdo también cómo en uno de mis viajes a Córdoba para acompañar en unas visitas al representante que allí teníamos y que era cordobés de pura cepa, y el cual entre otras explicaciones me dijo que aquella noria que está a la orilla del río pegada a la muralla, se llamaba la Al-bolafia y que se usaba para llevar el agua a los baños de la Sultana; en cambio con la llegada de los reyes cristianos, dejó de funcionar porque "nuestra" reina de la época decía que hacía muchos ruido, pero, lo que yo creo es que era un poco guarrilla... Salud
ResponderEliminarSoberbio paseo que nos ha permitido caminar, de la mano e histórica pluma de quien dirige este blog.
ResponderEliminarPor el camino de San Juan, entre “jaramagos amarillos” hemos llegado donde el mar se hizo ribera; a la Hacienda Valparaíso, donde Zorrilla situó el amoroso encuentro entre Dª. Inés y D. Juan Tenorio.
En esta transitar hoy más fácil, sin “hundir los pies en tierra y sin roces de ortigas” hemos penetrado en Isbiliya de entonces,
Con imaginación tomamos una “barquilla de cuchara” y pescamos esas carpas y barbos que se cita en “Farid·”, para atracar junto al “Puente de barcas”.
Magnifica página, que nos llevó a conocer como era un octavo sacramento de la “unión entre la urbe ruidosa, molesta” de entonces y que de forma sagaz, nos brindó el flamencólogo y poeta de esta página.
Relato extenso, fácil de seguir y con un trasfondo histórico que transporta al lector a diferentes etapas del acontecer de nuestra ciudad. Tiene su 'pizca' de fantasía para darle mayor verosimilitud. La utilización de vocablos marinos ribereños, bien acomodados en el texto, ilustran a la perfección el relato.
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