Esta
historia me la contó mi abuela, de pequeño. Es un cuento simple, sin muchas
pretensiones literarias, pero que resume en muy pocas líneas la infalibilidad
del sino, el ineludible camino que el hombre sigue desde que nace hasta que
muere, y que algunos intentan alterar sin éxito; para otros, en cambio, es
razonable aceptar sin lamentarse y con paciencia, la inevitable aventura de
vivir, incluso la mala suerte.
Un
hombre adinerado solía pasear por sus tierras de labor, montado en su caballo,
ricamente vestido y luciendo en sus manos y en su cuello oros y brillantes,
distintivo de su posición y riquezas. Visitaba la besana y contemplaba laborar
a sus trabajadores, aunque jamás se identificó con ellos como el amo, ni ellos
le habían visto nunca, pues para esos menesteres tenia buenos administradores.
Una
tarde, durante uno de sus paseos, observó cómo uno de los jornaleros que abría
la tierra con una azada tenía la cara cubierta de lágrimas, y decidió acercarse
para preguntarle por la razón de su desdicha. No le dijo quién era, y desde su
caballo recibió el dolor que aquel hombre hospedaba en su alma, y que le acuchillaban
el ánimo, cuando éste desahogó su angustia confesándole que tenía una numerosas
prole, la cual se mantenía sólo con el pan que él mismo ganaba trabajando en el
campo, su mujer enferma y uno de sus hijos paralítico de nacimiento.
Grande
el corazón del caballero, y de gran largueza para con sus semejantes, urdió un
plan para ayudar al labriego en sus
penalidades. Permaneció junto a su tajo hasta que llegó la hora de dar de mano
y le vio abandonar la faena y alejarse, después de despedirse. Volvió al lugar de
noche con bolsa llena de monedas de oro, con lo que el hombre podría salir de
sus pobres circunstancias. La enterró en el lugar en que al siguiente día su
trabajador volvería a cavar y se fue a su hogar con la sensación de haber remediado
su sufrimiento y el de su familia.
Pero el destino quiso que el hombre enfermara
aquella noche y al día siguiente estaba postrado en la cama e imposibilitado
para la labor. Y también sentenció el destino que otro jornalero ocupara su
puesto y hallara aquella bolsa que tanta miseria podía llevarse.
Volvió
a pasear el caballero por su propiedad cuando pudo ver al desdichado cerca del
mismo sitio que en la anterior ocasión y se le acercó nuevamente. Le preguntó
por su salud y por su familia. Después de contestarle, el hombre relató al
caballero lo sucedido y la mala suerte que le había asaltado. Luego de despedirse,
siguió dando labor a la tierra, mientras repetía sin parar:
“Pico que pico, que el que nace pa ´pobre, no
pué ser rico.”
Me parece muy sentencioso este cuento de tu abuela. La mía contaba historias parecidas: Quien nace lechón...muere marrano, y cosas así. Creo que el acontecer de las personas no depende del sino o del destino...Pero aquello eran otros tiempos.
ResponderEliminarRecibe un cordial saludo.